Barcelona, alrededor de las 9 de la mañana. Un grupito de veinteañeras, si llega, se dirige con una pancarta que reza ‘huelga feminista radical’ a una escalinata que da acceso al estadio del Barça. Hacen un paripé, se ponen todas de rodillas y de espaldas, y fotito para el Twitter. Y radical, eh. Jo, qué bien queda, ¡qué peligro! Las chiquillas, supone uno, deben haber descubierto este año o a lo sumo el pasado que son víctimas del heteropatriarcado, del capitalismo, del colonialismo, del racismo, la homofobia, los carnívoros, de la Iglesia y del Cid Campeador. Ah, y de Vox. Ninguna parece ser consciente de que son más bien víctimas del maremoto de gilipollez que recorre occidente. En fin, paciencia.
Otros grupos de intrépidas guerreras se han dedicado a jugar a los piquetes por la ciudad y a cortar el tráfico en algunas avenidas. Estaréis orgullosas, ya habéis solucionado todos los problemas de las mujeres.
Pero bueno, dejémonos de lo anecdótico y profundicemos un poco, a ver si sacamos en claro qué tiene de justo el feminismo y qué de producto de laboratorio sociopolítico.

Ciertamente, hay mujeres que son víctimas de maltrato por parte de sus maridos. Es cierto también que, desgraciadamente, muchísimas mujeres han sido (y son) víctimas de abusos sexuales por parte de desalmados que no merecen ni el aire que respiran. Hombre o mujer, cualquier persona que tenga corazón estará de acuerdo en la maldad de esos actos. De justicia es también, por supuesto, que dos personas que realizan el mismo trabajo cobren el mismo sueldo, a igual producción. Lo que es justo, es justo; lo que está mal, está mal, y punto.
Ahora bien, las movilizaciones de este 8 de marzo y del año anterior no obedecen ya a reivindicaciones justas, sino que son ya claramente un producto de laboratorio. ¿Pruebas? Las que quieran: El bombardeo mediático, absolutamente brutal. Los políticos y sus codazos por hacerse la foto y llevarse el voto de las nuevas revolucionarias. La identificación de esta pseudo ideología con un color, un clásico. El patrón de comportamiento de las «huelguistas», idéntico al de otras protestas izquierdistas (mismas consignas, mismas acciones). La obsesión por adoctrinar a los niños con todo el repertorio globalista. El chivo expiatorio culpable de todos los males (los hombres, principalmente los blancos). Y el manifiesto elaborado para la ocasión, con las clásicas monsergas políticamente correctas de la agenda globalista (aborto, homosexualismo, migraciones…) barnizadas, eso sí, de un supuesto anticapitalismo, que se note que esto es cosa de la izquierda. Y ahí las tienen: niñas que no han salido aún del cascarón, treintañeras, cuarentonas, mujeres hechas y derechas (o no) que han descubierto, de repente, que el heteropatriarcado las oprime y que todos los hombres son unos cabrones y unos violadores en potencia, como si hubieran brotado del suelo y no tuvieran padre, como si no hubiera hombres decentes, buenos y trabajadores. ¡Como si todas las mujeres fueran intrínsecamente buenas! Qué poco criterio, que pocas luces. Las supuestas rebeldes no son más que un rebaño sumiso y gregario dirigido por cuatro pastores filomarxistas al servicio de la plutocracia capitalista. Esta es la verdad.
Y pasado el 8 de marzo, vuelta el rebaño a sus quehaceres diarios, a consumir la alfalfa del Sistema y las veinteañeras a la discoteca a bailar reguetón, que no es machista, no, con la conciencia tranquila y el ego por las nubes, felices y contentas creyendo las marionetas que tienen vida propia. Que pena. Y la subvención, que no falte, porque aquí mucha camiseta y mucha chapita, pero de pagar una cuota, nada de nada, y de faltar al trabajo, pocas, pocas, pocas.