Autoridad, poder y orden público

Hace unos días le llegó a un servidor uno de tantos vídeos que corren de móvil en móvil. Este en cuestión era un corte de vídeo de un programa de televisión. Uno apenas mira la tele, pero diríase que era el  programa ‘Horizonte’, de Cuatro, en el que analizaban el incremento de la delincuencia en España. Antes de nada, es preciso reconocer que en absoluto le ha dedicado este servidor suyo las dos horas que dura la emisión, pero, para quien pueda interesarle, puede verlo aquí.

En el programa en cuestión interviene un miembro de los Mossos d’Esquadra, Toni Castejón, que en este corte de vídeo viral afirma lo siguiente: «La sensación de inseguridad es, entre los policías (…) máxima. Hoy en día, cuando vas a una pelea, yo recuerdo cuando yo empecé de policía ibas a una pelea y es que íbamos todos, tenían que pararte, ¿no? Te estoy hablando de hace veintipico años y era “no, no, vosotros no hace falta que vayáis”; todo el mundo iba con ganas y había un respeto, como cuando hacías un registro; nadie te venía a increpar (…); había un respeto a la autoridad que se ha perdido. Hoy en día eso, cuando vas a una pelea, espera refuerzos y ojitos donde nos metemos, porque la aparición de armas blancas, bates de béisbol, katanas o armas de fuego hoy en día ya es habitual». Tras esto, el presentador pide a otro participante en el programa, el Dr. Cabrera, una valoración sobre lo dicho por el policía. No tiene desperdicio: «El mundo ha cambiado; ha cambiado muy deprisa. […] Los criterios legislativos, los criterios morales, los marcos de referencia se han venido abajo. Los gestores políticos viven en otro mundo. Las leyes que están siendo aprobadas son esperpénticas, muchas de ellas. La autoridad se ha perdido, y si la autoridad se pierde porque no se ejerce, no vuelve, y al final qué ocurre: que el tejido social se desmembra y entonces qué ocurre, que hay inseguridad; mucha gente además ha entrado en España de forma ilegal y muchos de los que entran no son pobres que vienen a buscar trabajo porque tienen hambre, sino que son gente que viene de otros países con ánimo de abusar de la sociedad del bienestar y eso es una realidad. Me da igual que luego me tachen de racista, me importa un bledo, y eso ha ocurrido, y todo esto junto hace lo que ha explicado la fuerza de seguridad del Estado».

El retrato que hacen de la situación no puede ser más real, por mucho que los progres se empeñen en negar la realidad: la delincuencia es hoy, en España, más violenta —en general—, de lo que era en las dos o tres décadas anteriores, y en parte es así por la entrada de delincuentes provenientes de países con realidades sociales más violentas que la nuestra. Y el que no quiera ver, que no vea. Violaciones grupales, peleas a machetazos, apuñalamientos, robos, okupas que privan de sus viviendas a sus legítimos propietarios… no hace falta ser un agudo observador para darse cuenta de la preocupante degradación del orden público que venimos sufriendo en España en los últimos años. Pero, ¿cuál es la causa o causas profundas de este fenómeno? Hay que huir, como siempre, de las respuestas simplistas, pues las causas son complejas y variadas, pero tampoco hay que dejarse coartar por la corrección política.

Armas incautadas a pandilleros sudamericanos por la Policía Nacional.

En primer lugar, es necesario que distingamos los conceptos de ‘autoridad’ y ‘poder’, relacionados y parecidos pero no iguales. El primero implica la obediencia o el acatamiento de lo que dicte un tercero en base a un reconocimiento, bien sea por su cargo, posición, experiencia, trayectoria, conocimiento o cualquier otro motivo; en cualquier caso, éste ejercerá su autoridad sin necesidad de coacción ni de imposición por la fuerza. El poder, en cambio, en la acepción que nos interesa, sí implica el uso de la fuerza o, al menos, la capacidad y la posibilidad de usarla; implica coacción. Hay autoridad, por ejemplo, entre los militares, donde los soldados obedecen a su superior por su posición en la escala de mando. Hay autoridad también en el trabajo, donde los empleados, dentro de unos parámetros, obedecen a su jefe precisamente porque lo es. Y hay, o más bien había, autoridad en la familia, donde los hijos obedecen u obedecían a sus padres. En cambio, hay poder, por ejemplo, en la escoria que okupa un edificio y atemoriza a los vecinos del barrio por su actitud amenazante, cuando no directamente violenta. Como ven, no es lo mismo.

Aclarado esto, es triste comprobar cómo, al parecer, el Estado, supuesto monopolizador de la violencia en el mundo moderno y que debería ostentar también autoridad, ha renunciado a ejercer ambas cosas. Nos explicamos:

  • Cuando un particular ve como un parásito se mete en su casa, pagada tras una vida de trabajo y esfuerzo, y no hay manera de echarlo pasadas 48 horas, el Estado ha fracasado.
  • Cuando los narcos del campo de Gibraltar tienen acojonados a guardias civiles y funcionarios de prisiones, el Estado ha fracasado.
  • Cuando la policía es incapaz de contener una pelea porque nadie le hace ni puñetero caso y no puede ser expeditiva, el Estado ha fracasado.
  • Cuando la Generalitat de Catalunya incumple sistemáticamente sentencias judiciales sin consecuencias, el Estado ha fracasado.

Ladrones de relojes asaltan a un hombre en Barcelona.

Podríamos seguir, pero no es necesario. Por sintetizar: el Estado que no tiene autoridad ni ejerce su poder ha dimitido de sus funciones. Por eso este país es un cachondeo. El Gobierno de España está a lo que está: a los transexuales, al «colectivo» homosexual, al cambio climático, a los carriles bici, al feminismo, a sus trapicheos parlamentarios con este y con aquel y a rebajar las penas y excarcelar violadores, pederastas y sus amiguetes separatistas. Ahora bien, el problema, en última instancia, es de mentalidad y de soberanía. Así, si el Estado moderno revolucionario, que no reconoce la soberanía de Dios sobre él y se autoerige en soberano y fuente de autoridad —justificándose a sí mismo—, dimite de sus funciones, ¿para qué sirve? Es normal que, a partir de ahí, se vaya minando la autoridad también en la comunidad, desde la familia hasta los encargados de mantener el orden público pasando por las escuelas, donde los profesores han perdido su autoridad por completo en beneficio de niños malcriados sobreprotegidos por sus padres. Además, la corrección política y la mentalidad buenista no hacen sino agravar el problema. No se puede sostener públicamente —no al menos si no quiere ser linchado por la progresía y ser señalado como peligroso fascista y racista—, ni aunque sea con datos, una realidad como que los inmigrantes delinquen mucho más que los nacionales en proporción al número de unos y otros. ¿Significa esto que los inmigrantes son delincuentes? No; significa que lo son en mayor proporción. Y esto es así, y ya está, le guste o no a los políticos, y por tanto hay que decirlo; y hay que decirlo, precisamente, porque muchos de ellos, como defiende el Dr. Cabrera, vienen aquí a delinquir, y a estos hay que echarlos y que los aguanten en su país. Los ladrones multirreincidentes acumulan decenas y decenas de detenciones y entran por una puerta a la comisaría y salen por otra. Los menores de edad son prácticamente inmunes a la acción de la «justicia», lo saben y se aprovechan. En algunos pueblos de las provincias vascas se siguen haciendo homenajes públicos a los terroristas de ETA con total impunidad. Las agresiones a funcionarios de prisiones se multiplican. Los delitos violentos y contra la propiedad, también. Qué decir de las continuas noticias de violaciones grupales. Los pandilleros sudamericanos andan a machetazos cada dos por tres. Las okupaciones de viviendas crecen cada año más y más, especialmente en Cataluña, cosa totalmente lógica en un lugar en que la alcaldesa de la ciudad más importante simpatiza directamente con esa práctica y donde los políticos no ven más allá de la cuestión nacionalista. Por si fuera poco, el Gobierno indulta a los líderes del «procés» y les hace el favor de eliminar el delito de sedición y modificar el de malversación. Como diría un amigo, ¿qué puede salir mal?  No vamos bien, en absoluto. Quien tiene el deber de ejercer su autoridad y, llegado el caso, su poder, no puede proyectar esta imagen de debilidad porque le van a tomar por el pito del sereno, así de claro. Aquí solo hay autoridad, poder y mano dura para cobrarle multas e impuestos a usted, que se deja el lomo trabajando.

Eso sí, luego el problema es que usted va en coche a trabajar y se ha pasado de los 30 km/h en el tráfico urbano; el problema es que se empeña en comer carne; el problema es que sigue pensando que las mujeres no tienen pene; el problema es la huella de carbono; que no reciclamos lo suficiente; el problema es la supuesta ultraderecha, Franco y los que osan contrariar la visión «histórica» de la Guerra Civil que tiene la izquierda; que no hay bastantes mujeres en las carreras de ingeniería; tampoco en las distintas policías o la Guardia Civil —tampoco trabajando en la obra, pero no dicen nada—; el problema es la «masculinidad tóxica»; el heteropatriarcado; las estatuas políticamente incorrectas; la falta de paridad en el callejero de pueblos y ciudades.

Hemos perdido el norte y lo pagaremos. Ya lo estamos pagando, de hecho, con ciudades cada vez más inseguras. No se puede vivir en comunidad sin que exista un principio de autoridad y, cuando se abstiene de ejercerla quien tiene la obligación de hacerlo, no puede haber más que desorden y la ley del más fuerte. Habrá, entonces, quien ejerza su poder.

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