Salvar España: de qué, de quién, por qué y cómo

Desde que a principios del pasado mes de noviembre de 2023 se anunciara el pacto entre el PSOE y los partidos separatistas catalanes para la investidura del felón Pedro Sánchez, cada noche, sin excepción, un grupo de personas se concentra en la calle Ferraz de Madrid, donde se ubica la sede del partido traidor, en rechazo a la amnistía a los nacionalistas catalanes y en defensa de la dignidad de España. Como es lógico, las protestas, meses después, han bajado en asistencia, pero inicialmente fueron muy intensas y secundadas por miles de personas. Hay que reconocer que muchos nos llevamos una sorpresa, pues éramos pesimistas respecto a una posible reacción social a las maldades del régimen sanchista, pero la hubo; vaya si la hubo. Para el recuerdo queda la imagen de ese hombre entrañable con la mascarilla de oxígeno, en una ambulancia, tras respirar los gases lacrimógenos que lanzaba la policía de Marlaska: «Esto es el principio. Están cargando contra gente mayor. ¡España acaba de despertar, hijos de puta! ¡España acaba de despertar!». De forma recurrente, entre los que todavía amamos a España, desde diferentes ángulos y puntos de vista, emergía la idea de que había que hacer algo, que era necesario salvar España. Era y es un grito de indignación, de rabia, sin duda legítimo pero, aun así, un grito en el vacío. España, efectivamente, está enferma. Moribunda, diríase. Pero aún tiene pulso. Lo vemos en Ferraz. Lo vemos en los patriotas catalanes que plantan cara a los nacionalistas. Lo hemos visto en los miles y miles de personas que se echaron a la calle a mostrar su indignación en tantas y tantas ciudades de la piel de toro. Pese a todo, o se identifica la enfermedad o no habrá nada que hacer. Es, por tanto, necesario saber de qué hay que salvar España, de quién y, aunque algunos no se lo pregunten, por qué razón hacerlo.

Pero esta idea de salvar España, ¿es nueva? En absoluto. De hecho, diríase que es incluso recurrente. En la Crónica de Alfonso III, Rey de Asturias y de León, se cuenta ya que don Pelayo le dice al traidor Oppas: «Nuestra esperanza en Cristo es que por esta montaña que estás viendo lograremos la salvación de España». En el ‘Llibre dels feyts’ el rey Jaume I dice, en el siglo XIII, en plena Reconquista: «car nos ho fem, la primera cosa per Deu, la segona per salvar Espanya[1]». Esta idea, como decimos, se prolongará en el tiempo, en la medida en que la esencia de España se vea amenazada, emergiendo, en palabras del profesor y doctor en filosofía Javier Barraycoa, un «sentimiento de estar en perpetua cruzada contra aquello que ponía en peligro lo consumado por Recaredo. […] España tomó como deber inapelable la defensa de la catolicidad contra la aparición del protestantismo que quebraba la unidad espiritual de la cristiandad occidental y remató la prepotencia del islam en la batalla de Lepanto. Y cuando el triunfo de la Revolución francesa, cuando el viejo mundo conocido parecía derrumbarse, el mundo hispano —traicionado por sus élites— (…) aún tuvo arrestos para vencer a las imponentes tropas napoleónicas que representaban la consumación ideológica del perpetuo enemigo de España: aquél que quería arrebatarle su catolicidad y su unidad. Eso significaba “salvar España”. Las guerras carlistas no eran más que la continuación de la epopeya de un pueblo por querer seguir siendo lo que siempre había sido[2]».

Esta idea de salvar la patria aparece también, por supuesto, en el siglo XIX, la centuria en la que con más intensidad se dio el enfrentamiento entre el viejo mundo cristiano tradicional y la Revolución, entre Tradición y Modernidad. En el año 1869 se publicó un libro con el explícito título de ‘La salvación de España: lectura para el pueblo’[3], de autor desconocido, aunque podemos apuntar que era carlista.

Incluso Enric Prat de la Riba, considerado como el padre del nacionalismo catalán, escribió un artículo titulado ‘La salvació d’Espanya[4]’, donde dice: «Avuy [Cataluña] es la única esperansa de salvament que li queda [a España]. Si vol deturar la cayguda, si vol aixecarse d’aquesta crisis, ha d’acudir al ideal, á la forsa i á las tradicions de govern de la terra catalana[5]». Este artículo de Prat no es una cosa aislada, sino una idea presente constantemente en el pensamiento político catalanista.

Y ahora, con España en caída libre y en manos de un gobierno traidor, emerge de nuevo esa idea de salvación de la patria en peligro. Veamos, pues, de qué, de quién, por qué y cómo.

1.    DE QUÉ HAY QUE SALVAR ESPAÑA

«El que no ve la verdad / a la hoya se encamina. / La primera medicina / es saber la enfermedad…».

Refrán citado por el P. Leonardo Castellani[6].

¿Cuáles son los males, pues, de los que hay que salvar a España? Debemos hacer, en primer lugar, un esbozo histórico de lo que ha sido España.

Desde hace más de dos mil años se fue configurando, poco a poco, lo que hoy conocemos como España. Del carácter aguerrido de los pueblos ibéricos da fe el hecho de que los romanos tardaron doscientos años en conquistar la Península. El legado de Roma es inmenso, evidentemente. Con la entrada de los visigodos tendría lugar un hecho histórico absolutamente trascendente: la conversión al cristianismo del rey Recaredo en el año 589, dando fin a la herejía arriana entre la nobleza visigoda, también convertida. Esto supuso la unidad espiritual del reino. Dicha unidad sería quebrada con la invasión musulmana y la ocupación oscilante del territorio durante ocho siglos. Durante este larguísimo periodo de tiempo las relaciones entre musulmanes y cristianos no fueron precisamente idílicas aunque, obviamente, habría momentos para todo. Tampoco las relaciones entre los reinos cristianos fueron siempre buenas, ciertamente. Pero si en 1492 se completó lo que conocemos hoy como Reconquista es simple y llanamente porque existía una clara conciencia de que había que recuperar lo perdido, y porque se tenía una identidad cristiana muy, muy fuerte. Esta conciencia, que no podríamos llamar ‘nacional’ sin caer en el anacronismo —el nacionalismo es una ideología moderna—, sí es, desde luego, una conciencia de la existencia de España y de lo que le es propio, esto es, el cristianismo. Incluso un autor izquierdista y poco amigo de la idea misma de España como entidad histórica, como es José Álvarez Junco[7], reconoce una conciencia colectiva prenacional, es decir, previa al surgimiento de la ideología nacionalista: «Parece indiscutible (…) que para la península Ibérica y sus habitantes se había ido construyendo durante la Antigüedad y la Edad Media una identidad diferenciada de la de sus vecinos, y que tal identidad se designaba precisamente con los términos “España” y “español”. […] Los Reyes Católicos (…) reunieron en sus cabezas la mayoría de las coronas peninsulares para formar una monarquía cuyas fronteras, además, coincidían casi a la perfección con las de la actual España, lo que constituye un caso de estabilidad realmente extraordinario en los cambiantes mapas europeos del último medio milenio. Basta esta constatación para considerar, en principio, que la identidad española —hay que insistir: no la identidad nacional española— posee una antigüedad y persistencia comparables a la francesa o inglesa, las más tempranas de Europa (…)[8]».

Posteriormente, la obra histórica de España se plasma en la evangelización de América, donde España se replica a sí misma; los pueblos y ciudades de la América hispana serían tan españoles como pudieran serlo Toledo o Sevilla. Si habíamos mencionado que el legado de Roma en España es inmenso, lo mismo podríamos decir del legado español en América, diga lo que diga la Leyenda Negra. España alumbra naciones al otro lado del Atlántico y suma un continente para el cristianismo. Paralelamente, se produce en Europa la ruptura de la Cristiandad, quebrada por el luteranismo. Pese a todo, ese espíritu que informaba la Cristiandad, esa unidad de conciencia cristiana, pervive en España, en la Monarquía Hispánica, en lo que se ha dado a conocer como ‘Cristiandad menor’ o ‘Christianitas minor’, concepto acuñado, si no erramos, por don Francisco Elías de Tejada: «Pero no fue llano ni sin luchas el triunfo de la Revolución que Europa es. En el rincón sud-occidental del Occidente, allí donde terminaban los confines geográficos del orbe antiguo, un puñado de pueblos capitaneados por Castilla constituía cierta Cristiandad menor y de reserva, arisca y fronteriza, que se llamó Las Españas (…)[9]».

Este espíritu cristiano, tradicional históricamente, como vemos, se mantuvo incólume hasta la Guerra de Independencia de 1808-1814, cuando, a pesar de vencer por las armas al invasor francés, las élites traidoras introdujeron las ideas del enemigo. A partir de ahí se produciría una lucha interna prácticamente constante entre la España tradicional y los que querían «modernizarla», los liberales, ya sean moderados o radicales. El liberalismo, pese a importar el nacionalismo e impulsar su versión española, rompe con la España histórica y forja un Estado centralista y uniformador que, además, iría poco a poco, pasito a pasito, descristianizando España. Más sutilmente o más directamente, dependiendo de las diferentes versiones liberales, pero ambos, moderados y radicales del XIX, irían en la misma dirección. Todas las guerras del siglo XIX y la de 1936-1939 deben ser enmarcadas, con sus matices y circunstancias concretas propias, en el mismo enfrentamiento: Tradición contra Modernidad; la España cristiana contra el intento de descristianizarla. Este es el telón de fondo de todo lo demás. Por tanto, aquellos que pretendan salvar España desde premisas filosóficas modernas defienden un imposible. ¿Por qué?, se preguntarán algunos. Porque la España moderna, la España nación, entendida ésta en el sentido revolucionario, es una España construida contra su propia tradición. Construida, sí, porque el nacionalismo, en tanto que ideología que imagina una nación idealizada, aun partiendo de una realidad histórico-social previa, la deforma, la pervierte, la idolatra y la transmuta —o lo intenta— en ese trasunto ideológico soñado. En concreto, en el caso español, el nacionalismo español fue absolutamente revolucionario, modernizador y antitradicional, y lo fue porque las élites liberales afrancesadas que lo impulsaron también lo eran. Y esto fue así, como hemos dicho, a partir de la guerra contra los franceses de 1808-1814. Sobre el particular dice Álvarez Junco[10]: «Un proyecto [el de construcción de la nación moderna] que (…) casaba mal con las tradiciones políticas y culturales imperantes en el país, construidas en el clima de la Contrarreforma y firmemente arraigadas en los siglos siguientes. […] No era fácil formar (…) una identidad colectiva que sirviera de fundamento para un proyecto político progresista». De ahí que el XIX español no fuera precisamente un remanso de paz porque, como dice el mismo autor[11], «el mundo conservador[12] no tenía más que recelos ante el nacionalismo».

Este nacionalismo, empero, y siguiendo al mismo autor, no fue del todo eficaz —por razones diversas—, es decir, no fructificó en una idea nacional sólida, fue incompleto; por así decirlo, cuajó a medias. Esto provocaría, a la larga y junto con otras razones, como por ejemplo el Desastre del 98, el surgimiento de los nacionalismos periféricos (previo al 98) y su expansión como movimiento de masas (posterior al 98).

Primeramente, pues, la salvación ha de ser de una manera de pensar, de una mentalidad, de una filosofía; de una cosmovisión, en definitiva. En ella se sustentan ideas como la autodeterminación o la soberanía nacional, tan presentes en el debate político desde hace tanto tiempo.

La identidad católica española y la actuación histórica de nuestro país es también, por supuesto, el motivo por el cual nuestros enemigos forjaron la Leyenda Negra, no sólo no combatida —prácticamente— sino asumida por los propios españoles absurdamente. Esto revela —es preciso reconocerlo— una miopía política bastante importante y, lo que es peor, prolongada en el tiempo. El drama es de tal magnitud que desde supuestos intelectuales hasta ministros siguen creyendo hoy en día, a pies juntillas, que España perpetró un genocidio contra los «pueblos originarios» americanos, o que figuras heroicas como Hernán Cortés eran vulgares asesinos. La ignorancia actual de la propia historia y la asunción de todas las maldades difundidas durante siglos por la propaganda de nuestros enemigos históricos han llevado a asumir a la mayoría de los españoles una autoimagen negativa y, por reflejo, la suposición de que los de fuera son mejores, la creencia de que somos —o éramos, ¡antes de ser tan modernos!— un país atrasado respecto al resto de la moderna Europa.

A nivel interno, es preciso poner el foco en la evolución de la idea de España que se produce en la izquierda desde el siglo XIX hasta la actualidad, y también el nacimiento y desarrollo de los nacionalismos internos y la forma en que estos ven el país, y que acabarán relacionándose. Los liberales del XIX, igual da que fueran moderados o radicales, eran furibundos nacionalistas españoles. Lo mismo podría decirse de la generalidad de los catalanes[13]. Pero esto iría cambiando poco a poco: «A comienzos del siglo XX, una fuerte identificación con el sentimiento nacional era rasgo de la derecha, mientras que la izquierda lo diluía en referencias a otros tantos mitos políticos modernos, como la igualdad, la democracia, el progreso o la revolución social; a comienzos del XIX, la situación era la contraria: la izquierda se presentaba como nacional y la derecha, en cambio, mezclaba esa lealtad con otras, como la dinástica o, sobre todo, la religiosa[14]».

Ya en democracia, la asociación entre la idea misma de España y el régimen de Franco, no sabiendo distinguir el país propio de la idolatría nacionalista, acabará impregnando a la izquierda de un rechazo a la nación propia y acercándose, por contraposición, a los llamados nacionalismos periféricos. Sólo el nacionalismo español es «intrínsecamente perverso»; no así los otros, al parecer de la izquierda. Esta postura es la que acabará por determinar las alianzas políticas que vemos actualmente entre las izquierdas y los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos. Todos sienten repulsión por lo que ellos identifican con España: la izquierda progresista porque la identifica —acertadamente— con una manera tradicional de entender el mundo y al hombre opuesta a la suya, aunque sea plenamente consciente de que esa España prácticamente ha muerto, y los nacionalistas, además de eso mismo (en mayor o menor grado, según cada uno) porque su propia ideología implica una idealización de la supuesta nación propia y la negación necesaria de la nación histórica. Ambos, además, han acabado por asociar la idea misma —falsa— de ‘España’ a Franco y al fascismo, agitando constantemente el miedo a la ultraderecha cada vez que ven peligrar el poder institucional que ostentan; y con éxito, en ocasiones, es preciso reconocerlo.

Por su parte, el nacionalismo español, asociado generalmente hoy en día a posiciones políticas de derechas, es incapaz, en la mayoría de los casos, de comprender que en el pecado lleva la penitencia. No entienden que sus propias premisas ideológicas son las que nos han llevado a la situación actual. Es, por tanto, de una candidez entrañable comprobar cómo personas de buena fe votan a ciertos partidos pensando que, efectivamente, España no se va a «romper». Los árboles no les dejan ver el bosque. Es preciso, pues, salvar a España de la izquierda y la derecha progre y de los nacionalismos, ya sea catalán, vasco, gallego, español o el que sea.

Otro de los grandes males que asolan España es, sin duda alguna, la falta de autoridad. Parafraseando a Nicolás Gómez Dávila, «donde oigamos, hoy, las palabras: orden, autoridad, tradición, alguien está mintiendo». La delincuencia actúa, sobre todo en las grandes ciudades, a sus anchas e impunemente, en muchos casos. Un sinfín de viviendas son okupadas y arrebatadas durante años a sus legítimos dueños por parte de parásitos sociales a los que, además, el propietario debe pagarles luz, agua, etc.; es el mundo al revés. Se han disparado las agresiones sexuales. Nuestras fronteras son un coladero. Los narcotraficantes, en el sur, no sólo no temen a la policía, hecho que se visibilizó el pasado mes de febrero con el asesinato de dos guardias civiles embestidos por una narcolancha, sino que son éstos, precisamente, los agentes, los que viven intimidados, en muchos casos, porque les conocen y sus familias viven en la zona. Podríamos seguir pero no es necesario. Pero no es sólo esto: en el ámbito escolar la autoridad de los profesores ha sido dinamitada, y ya no digamos la autoridad paterna en el ámbito familiar. La cuestión de fondo es que se ha perdido absolutamente el respeto a la autoridad porque quien debería ejercerla ha abdicado de sus funciones y la mentalidad buenista impide ejercerla a quien todavía quiere hacerlo. Y si bien no hay que confundir autoridad con poder, hemos llegado a un punto en que ni una cosa ni la otra: el Estado sólo ejerce su poder para reprimir a aquellos que se atreven a disentir. Y para cobrar, por supuesto. La falta de autoridad es, por tanto, otra de las cosas de las que es necesario salvar a España.

Por último, y puntualizando que esto es consecuencia de males más profundos, quienes pretendan salvar España deberán comenzar por combatir el aburguesamiento generalizado de los propios españoles y nuestra mentalidad hedonista. Partiendo de la base de que cualquier generalización es injusta, lo haremos porque las excepciones son franca minoría: no tenemos hijos o tenemos pocos porque los niños dan trabajo y requieren atención; no le permiten a uno seguir saliendo y haciendo lo que le dé la gana; además, salen caros, y eso nos quita dinero que podríamos gastar en viajar, en restaurantes, en una tele enorme o en un móvil de gama alta; preferimos tener un perrito, que no te discute, come lo que le pongas y sale más barato.

2.    DE QUIÉN HAY QUE SALVAR ESPAÑA

«La nueva aristocracia estaba compuesta sobre todo por burócratas, científicos, técnicos, organizadores de sindicatos, expertos en publicidad, sociólogos, profesores, periodistas y políticos profesionales».

George Orwell, ‘1984’.

Vistos ya los males que postran a España en la más absoluta irrelevancia internacional y que la abocan, tarde o temprano, a su desaparición, es preciso saber también de quién hay que salvarla, quiénes son los enemigos de España, tanto los explícitos como los que lo son sólo implícitamente, es decir, aquellos que, no siendo contrarios a la existencia de España —incluso siendo «patriotas» o nacionalistas españoles—, acaban siendo lo que en la guerra se llamaría fuego amigo. Algunos de ellos son externos, otros son internos y otros son, en cierto modo, ambas cosas a la vez.

Enemigos externos

Algunos de los enemigos externos de España pueden serlo de manera manifiesta y otros serlo de manera más velada y, por tanto, más peligrosa para nuestros intereses.

De entre los primeros, el más obvio es, sin duda alguna, Marruecos. Este país no duda ni por un momento en hacernos tanto daño como pueda, y lo hace, especialmente, porque nos sabe débiles. Si el propio Gobierno español odia a su país y se vende a los separatistas, ¿cómo nos van a tomar en serio nuestros enemigos? Desde Marruecos se utiliza el flujo migratorio como arma de presión política. Desde Marruecos llega la mayor parte de la droga que entra en España. Allí se hace competencia desleal a nuestros agricultores; y lo que es peor, se hace con la connivencia de la Unión Europea y de socialistas y populares, que apoyan las políticas agrarias de Bruselas. El rey moro humilla a Sánchez y a nuestros símbolos ante la pasividad del presidente porque, en el fondo, a éste le importan un carajo. El rey moro dice que Ceuta y Melilla son marroquís —aunque nunca lo han sido— sin respuesta de España porque nos desgobierna una cuadrilla de pérfidos traidores, y sólo es cuestión de tiempo que pasen a estar bajo soberanía marroquí; no es descartable que, para mayor humillación, sea un futuro gobierno español el que «ceda» las dos ciudades a nuestro molesto vecino. Las viñetas que publica la prensa marroquí hacen escarnio de la debilidad española, y lo malo no es eso, sino que no se puede decir que no tengan razón. No contentos con todo esto, encima tenemos que soportar la delincuencia que exporta Marruecos y a un sinfín de sus ciudadanos viviendo aquí de las paguitas que salen de los impuestos de los españoles mientras su rey se pega la vida padre viajando de aquí para allá con toda clase de lujos. Por si fuera poco, Marruecos se ha convertido en el principal aliado en la zona de EE. UU., con lo que supone eso de cara a conseguir armamento. Mientras aquí, según una encuesta[15] publicada hace unos meses, sólo alrededor de un 30% de los españoles estaría dispuesto a defender España con las armas en caso de guerra, nuestro hostil vecino aumenta cada vez su capacidad militar y cuenta con una quinta columna nada despreciable en nuestra propia casa. No es para estar tranquilos, precisamente. Y mientras, el cómplice de la Moncloa no para de darle millones a Marruecos. No es que no haya nadie al volante, es que conduce un conductor suicida. Y no podemos cerrar esta parte sin mencionar que, si Dios quiere, algún día sabremos la verdad sobre el 11-M.

Uno de esos enemigos velados que decíamos anteriormente es —y esto puede sorprender a muchos y no estar de acuerdo— Estados Unidos. ¿Es un país directamente hostil hacia España? Ciertamente, no lo es. ¿Es un país cuya actuación, a día de hoy, sea decididamente contraria a nuestros intereses? Tampoco. ¿Entonces? Bien; no lo es porque EE. UU. ya consiguió, respecto de nosotros, lo que quería: acabar con nuestra independencia política y matar a Carrero Blanco para que no tuviéramos armamento nuclear, y al tiempo hacer una «transición» pacífica del franquismo hacia una democracia liberal. Para esto se sirvieron, entre otros, del rey emérito, gran traidor a la Patria. La tan manida Transición fue una operación pilotada por el Tío Sam y por Alemania porque a ninguna potencia occidental le interesaba una España fuerte. Hoy, 45 años después de aprobarse la Constitución, no pintamos nada a nivel internacional, España está en descomposición y no somos más que un pelele en manos de los burócratas de Bruselas. Justo como quería EE. UU., que sólo quiere siervos. El principal aliado de los EE. UU. en la zona es, además, Marruecos, el país más explícitamente hostil al nuestro, como hemos visto.

La Unión Europea es, a criterio nuestro, otro de los enemigos velados de España; al menos esta Unión Europea, así concebida, y esto admitiendo que la UE ha invertido millones y millones en España en fondos de ayuda y desarrollo. La cuestión es, ¿a qué precio?, ¿a cambio de qué? A cambio de ser modernos y europeos, o sea, de alejarnos de nuestra tradición y sumarnos al tren del progreso. En sí mismo, que una serie de países se pongan de acuerdo en diversos temas no tiene nada de malo, ni tampoco que tengan políticas comunes en determinadas áreas. Lo malo es que esta Unión Europea está hecha con y para el liderazgo de Francia y Alemania. Lo malo es que la Unión Europea nos dice lo que tenemos que hacer en nuestra propio país: lo que podemos plantar y cultivar, lo que podemos producir, cómo debemos hacerlo… Lo malo es que la UE es uno más de los engendros globalistas desnacionalizadores. Lo malo es que, aunque se disfrace de democrática, es totalitaria; prueba de ello es la dichosa Agenda 2030; prueba de ello es la capacidad que tienen los lobbies de influir en las políticas europeas; y prueba de ello es ver que, en realidad, la UE aplica políticas contra los intereses de los propios europeos, como por ejemplo el descontrol con la inmigración, que va camino de la sustitución étnica, por mucho que digan los progres, las políticas agrarias, que han levantado a los agricultores europeos contra Bruselas, o las políticas ambientales. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos que, en realidad, la democracia, así concebida, es totalitaria. Es una farsa; nadie ha elegido a los políticos para esto. Y como no podía ser de otra manera, la UE supedita sus políticas a los deseos de la plutocracia globalista, esto es, impulsa el falso feminismo, el falso ecologismo, el homosexualismo, el aborto, el mantra del cambio climático… La Unión Europea, en suma, no está hecha para mirar por los intereses de los nativos europeos y, es por lo tanto, contraria a los intereses de los españoles, y por ende de los España, excepción hecha de sus élites, que tienen, claro, sus propios intereses.

Otro a sumar a la lista sería el vecino del norte. Nuestros desencuentros con Francia vienen de siglos atrás, aunque no es cuestión de hacer aquí memoria de agravios mutuos. Basta con apuntar que la España actual no se puede concebir sin la Guerra de la Independencia y la entrada, con las tropas de Napoleón, de las ideas liberales, asumidas por las tan frecuentemente traidoras élites propias. El liberalismo, sin lugar a dudas, cambió el rumbo de España. Además, a Francia, porque nos conoce, no le ha interesado, no le interesa ni le interesará jamás una España fuerte que pueda hacerle sombra y disputarle su protagonismo. El gallo es demasiado altivo y demasiado engreído como para permitir otro gallo en «su zona». Pero no hace falta mirar al siglo XIX para ver que Francia sigue mirándonos con desdén. Durante muchos, muchos años, dio cobijo en su territorio a los criminales de ETA y, peor todavía, es muy probable que los servicios secretos franceses, de la mano de los marroquís, sean los que planearon los atentados del 11-M para truncar el peso específico que a nivel internacional iba adquiriendo España. Ni uno ni otro podían permitirse, como ya hemos dicho, una España fuerte. En realidad, como vemos, nadie la quiere, ni siquiera las élites españolas, vendidas y traidoras.

Y qué decir de la Pérfida Albión, otro de nuestros enemigos históricos, diríase que el principal, junto con los gabachos. Gibraltar, que evidentemente en nada preocupa al español medio, demasiado ocupado con el fútbol y sus quehaceres cotidianos, es en realidad una espina clavada en el corazón de España. El asunto, al contrario de lo que pueda parecer, no es baladí. Gibraltar es España. Punto. Los ingleses se quedaron con algo que no era suyo y llevan décadas incumpliendo varias resoluciones de la ONU[16] sobre descolonización de territorios; sí, Gibraltar sigue siendo, en pleno siglo XXI, una colonia. Fueron unos piratas y lo siguen siendo, esa es la realidad. Y mientras los hijos de la Gran Bretaña hacen lo que les da la gana, trayendo submarinos nucleares a nuestras costas cuando les parece, hostigando a los pescadores españoles o a la Guardia Civil, el gobierno de España y eso que llaman la «comunidad internacional» callan cobardemente porque, en el fondo, es el mundo anglosajón principalmente el que manda en Occidente.

Otro de los peligros que nos acecha, juntamente con el resto de países europeos, es la inmigración masiva, especialmente la islámica. Es preciso puntualizar que nos referimos aquí a la inmigración entendida como fenómeno. Bien, estos movimientos poblacionales masivos no son, ni mucho menos, una casualidad, y el resultado es que Europa, demográficamente hablando, está cambiando, y la cosa es mucho peor de lo que parece dada la alta natalidad de los inmigrantes y la muy baja natalidad europea nativa. Según datos publicados por Javier Barraycoa[17], la población europea es en 1950 el 15.5% respecto de la población mundial; el 12.4% en 1970 y el 9.5% en 1989. Hoy, la UE, con 448 millones de habitantes respecto a los aproximadamente 8.000 millones de habitantes en todo el mundo, supone un ínfimo 5.6%, y lo que es peor, la tendencia no hará sino bajar mientras los inmigrantes africanos llegan sin cesar. Si esto no es una sustitución étnica, ¿entonces qué es? Las políticas de los distintos gobiernos europeos y de la propia Unión Europea están pensadas simple y llanamente para eso. Por eso fomentan el aborto, el feminismo —que no trata de defender la justicia para con las mujeres, sino fomentar la confrontación entre éstas y los hombres— y la homosexualidad, para acabar con los europeos, porque en el fondo odian lo que Europa representa, o mejor dicho, lo que representaba: la Cristiandad. No, no es que Europa se esté suicidando, es que está siendo exterminada a manos de la mentalidad anticristiana; esa es la realidad. Mientras tanto, vemos como nuestras ciudades se degradan y como aumenta la inseguridad ciudadana, realidad palpable que la progresía indignada trata de ocultar y califica como racismo el simple hecho de denunciarlo. Pero la verdad es la que es, les guste o no. ¿Son delincuentes todos los inmigrantes africanos, principalmente los musulmanes? Evidentemente no. ¿Lo son en una tasa bastante más alta a los nativos europeos? Evidentemente sí. Como se suele decir, ¡disfruten de lo votado! Y esto por no mencionar a todos aquellos que, sin ser delincuentes, viven a costa de las arcas del Estado, arcas que nutrimos nosotros, claro está. ¿Cuándo no queden europeos, de qué vivirán?

Parece, eso sí, que el europeo medio vive en un estado catatónico, que se niega a ver que el futuro que les espera a sus pocos hijos es desolador. Las iglesias, cada vez más vacías; las mezquitas, creciendo en número y cada vez más llenas. Los templos cristianos son ya más una atracción turística[18] que un templo religioso. Las agresiones sexuales a manos de extranjeros se multiplican, igual que los robos y las agresiones, y encima el problema es que —dicen los progres—, los que denunciamos esto somos racistas. Pero no, no es una cuestión de raza: es una cuestión de simple observación de la realidad. Esta mentalidad buenista del supuesto progresismo es la que está cavando nuestra tumba, y en el pecado lleva penitencia. Seamos claros: el islam no es que sea una religión especialmente progresista; el progre que piense que el gayxample y Chueca seguirán siendo arcoíris en una hipotética Europa mahometana, se equivoca. Y mientras, el feliz europeo medio se va de vacaciones y agoniza chapoteando en la charca del placer. Morirá dulcemente, ¡disfrutando de la vida!

Para concluir con esto: Europa —y España con ella, evidentemente— pagará su apostasía. Si no queremos a Cristo, tendremos a Alá.

Acabaremos este apartado de los enemigos externos de España con las organizaciones globalistas. Habrá quien se refiera a ellas como «la masonería». Efectivamente, algunas de ellas pueden serlo, otras no. En realidad, tanto da: vivimos ya en un mundo «masónico», cuando menos en Occidente. La cuestión es que estas organizaciones son las que dirigen las políticas que se acaban aplicando en nuestros países, les guste a sus ciudadanos o no: la ONU, la OMS, el FMI, el FEM (Foro Económico Mundial) y otras menos conocidas, potentes organizaciones estadounidenses de actuación exterior como la Council of Foreign Relations o fundaciones privadas como The Open Society de George Soros o la Fundación Bill y Melinda Gates. Estos burócratas y plutócratas, a quienes nadie ha elegido a pesar de que vivimos supuestamente en una democracia, son los responsables últimos de la implantación de la agenda política progre en Occidente: aborto, homosexualismo, feminismo, ecologismo, ideología de género, cambio climático, ideología de la salud[19], destrucción de la familia, hedonismo, laicismo.

Por último, consideramos necesario puntualizar, al señalar los diferentes enemigos exteriores que tiene España —compartidos algunos con otros países occidentales—, que nos referimos evidentemente a sus gobiernos o Estados. Por ejemplo, al decir que Gran Bretaña es un país enemigo o, si lo prefieren los más susceptibles, un país que tiene intereses opuestos a los nuestros, no significa que consideremos enemigos a todos los ingleses o británicos en general, por supuesto, razonamiento que hacemos extensivo a los demás aludidos aquí.

Enemigos internos

España, en lo que se refiere a la propia autopercepción negativa, es probablemente un caso único a nivel mundial. Vamos a analizar, pues, quiénes y por qué rechazan la idea misma de España, los dos principales por no extendernos demasiado. Algunos rechazan la idea histórica de España, lo que ha sido a lo largo de su historia y lo que la hizo grande y protagonista indeleble de la misma; éstos, además, en el mejor de los casos defienden otra idea de España, la que fuere. Por otra parte, están los que rechazan la simple existencia de España, reduciéndola, a lo sumo, a mero Estado.

Entre los primeros podemos contar a los partidos generalistas «de izquierdas», principalmente al PSOE, y Podemos y sus derivados —Sumar o como se llamen a esta hora—. Ambos, por su propia idiosincrasia, es imposible que se sientan cómodos — por decirlo de alguna manera— con la historia de España, un país forjado con un aglutinante muy claro: el catolicismo. Esto provoca un rechazo que no se da en otros países porque en su constitución existen otros factores nucleares diferentes. A esto, además, hay que añadir otro elemento que consideramos capital: el rechazo del nacionalismo español por identificarlo, con razón o sin ella, con Franco y la ideología fascista. Da igual que Franco lleve muerto casi cincuenta años, que la identificación continúa. Así, el PSOE defiende, teóricamente, una España republicana y federal, aunque acepta la actual monarquía parlamentaria porque sabe que, realmente, no es una monarquía. ¿Hay un rey? Formalmente sí. ¿El «rey» reina? No. Por lo tanto no es rey. Es lo que se ha dado en llamar una república coronada, una monarquía sólo formalmente. El único momento en que Felipe VI mostró cierta autoridad fue en el discurso del 3 de octubre de 2017, tras la celebración del referéndum secesionista en Cataluña. A 16 de marzo de 2024, cuatro días después de aprobada la ley de Amnistía en el Parlamento, don Felipe esquiaba tranquilamente en los Pirineos sin decir esta boca es mía.

No hace falta ser un agudo observador de la actualidad política para ver que España está en proceso de derribo. Vamos camino, ya lo hemos dicho otras veces, de la III República, paso previo, con mucha probabilidad, a la desaparición de España como sujeto político-histórico y su conversión en pequeñas taifas nacionalistas. Y todo esto, como no, con la inestimable colaboración del PSOE. La mayoría de los socialistas actuales odia a España, hablando claro. Y la odian porque, en el fondo, han entendido mejor que las «derechas» —mejor que la mayoría de los nacionalistas españoles, si lo prefieren— el ser profundo de la vieja Hispania. Desde la conversión de Recaredo a la Cruzada de 1936, pasando por la política de la Monarquía Hispánica en América, la Contrarreforma o las guerras del siglo XIX, la religión católica ha sido siempre el eje de nuestro obrar histórico. No se puede entender España, ni lo bueno, ni lo malo, ni la opinión que los demás han tenido y tienen de nuestro país, y los enemigos que hemos tenido y que tenemos, sin comprender el peso específico de la religión en ella. Ni siquiera una corriente que defiende que España «nace» en 1812 con la Constitución de Cádiz, es decir, que niega la España histórica, les hace sentir el más elemental amor por la patria. Aun así, no se comprendería el odio antiespañol de las izquierdas sin el complemento de la identificación entre España y el fascismo, al punto de que, como todos ustedes saben, cualquiera que muestre sin complejos cierto nacionalismo español es tachado al momento de fascista, de facha. Y dan igual los argumentos: no es una cuestión racional sino una cuestión visceral. Creen en ello como los terraplanistas que la Tierra es plana.

Por otra parte se debe tener en cuenta la concepción totalitaria de la política por parte de las izquierdas, y esto ya viene de lejos: en la II República fueron izquierdistas y nacionalistas catalanes, también de izquierdas, los que protagonizaron la Revolución de 1934, incapaces de aceptar que las derechas pudieran gobernar. Esto sigue pasando hoy en día. Si Sánchez sigue en la Moncloa es única y exclusivamente porque la masa progre cree estúpidamente que si gobierna la supuesta derecha van a perder no se sabe qué derechos y porque funcionan, psicológicamente, como una secta. Sólo el miedo agitado por los altavoces progres al fantasma derechista movilizó a un electorado gregario y sumiso que sabe sobradamente que sus propios líderes políticos les mienten cada vez que hablan. ¡Y les da igual! ¿Y qué subyace en esta creencia, consciente o no, de que sólo es legítimo que gobierne la izquierda? La asquerosa pretensión de ser moralmente superiores a la «derecha», intrínsecamente perversa, al contrario que la izquierda buena y noble, defensora de las minorías y oprimidos —falsamente oprimidos, claro— del mundo.

Por lo que se refiere a los partidos situados más explícitamente en la extrema izquierda, como Podemos o Sumar, no se aprecian muchas diferencias para con el PSOE en lo relativo a su patriotismo. Son, sencillamente, más descarados, menos sutiles. Por poner un ejemplo: mientras el PSOE se ve obligado, ante su electorado, a decir que nunca pactaría con Bildu —aunque lo haga y luego tenga el valor de negarlo—, la extrema izquierda no tiene tantos remilgos —en realidad no tiene ninguno— en ir de la mano de los de Otegi o de cualquier otro partido separatista, sobre todo mientras sea de su supuesto espectro ideológico. Es más una cuestión de intensidad que de diferencia sustancial; en la práctica, ya hemos visto como esta legislatura con gobierno socialista no se sostiene sin el apoyo de los separatistas catalanes. Por lo tanto, no es necesario extenderse más.

Por otra parte, el PSOE, al igual que el PP, es un peón del globalismo plutocrático. Ambos asumen a pies juntillas, sin apenas diferencia, los nuevos dogmas de la élite progre: cambio climático, ideología de género, homosexualismo, destrucción de la familia, aborto, laicismo… Es decir, en sustancia, en el fondo, no son tan diferentes. Más bien son iguales; sus diferencias no son sino superficiales. Ambos son firmes defensores de la Agenda 2030. De hecho, casi siempre votan lo mismo en Europa[20]. Su propio vicesecretario de acción institucional, Esteban González Pons, declaró hace unos meses que en Europa forman coalición con el Partido Socialista y con Los Verdes, como se puede leer en el enlace anterior. La supuesta alternativa, pues, es más bien complemento y muleta.

Dejando ya de lado al PSOE, aunque van de la manita, tenemos al otro elemento disgregador más dañino para España: los nacionalistas catalanes y vascos, principalmente, y otros de menor pujanza, al menos por ahora. Los nacionalistas catalanes no eran separatistas originalmente, a diferencia de los vascos, cuyo principal teórico y fundador del PNV, Sabino Arana, era un iluminado lleno de odio. Pero convendría entrar un poco más en detalle.

El considerado como «padre» del nacionalismo catalán es Enric Prat de la Riba. En realidad, más que un teórico del nacionalismo catalán, Prat fue un compilador. Hombre bien capacitado intelectualmente, escribió varias obras, de entre ellas la más conocida ‘La nacionalitat catalana’; pero hay una obrita anterior, menos conocida pero significativa y de mucha influencia en su tiempo, que escribió con otro nacionalista, Pere Muntanyola: ‘Compendi de la doctrina nacionalista’. Escrita a modo de catecismo, con preguntas simples y respuestas contundentes, nos muestra a un todavía joven Prat con ciertas ideas muy claras, a saber: que la patria de los catalanes es Cataluña y que España es sólo el Estado del que Cataluña forma parte. Esta idea, como todos saben, es de plena vigencia para los nacionalistas, separatistas o no. ¿Era separatista Prat de la Riba? No, aunque a este respecto era ciertamente ambiguo. «(…) creemos que las nacionalidades, una vez constituidas en Estado, han de juntarse federativamente hasta constituir verdadera sociedad internacional, que sea para el proceso de las naciones lo que fue el establecimiento de sociedad civil para el progreso de los individuos. Por eso hoy no somos españolistas ni francesistas, ni tampoco separatistas. Por eso no sabemos si lo seremos otro día[21]», escribió. En realidad, Prat culpaba a los castellanos de que entre los nacionalistas catalanes hubiera separatistas. Era, eso sí, un anticastellano furibundo. Cambó, otro de los nacionalistas catalanes prominentes en los inicios de este movimiento político, era mucho más claro respecto al separatismo, al que repudió siempre. Pero hay una cosa que no se puede negar: de aquellos polvos vienen estos lodos. Sembrada la discordia, a nadie debería extrañarle que surgiera al poco tiempo el nacionalismo netamente separatista. Aun así, es de justicia señalar que Almirall, Prat de la Riba o Cambó defendían, sobre todo, otra idea de España. Es más, la idea de la salvación de España es una constante en el nacionalismo catalán no separatista.

Ya en nuestros días, el nacionalismo catalán jamás hubiera llegado adonde lo ha hecho sin la colaboración inestimable de las élites políticas «de Madrid», es decir, sin la complicidad del PP y del PSOE. A modo de ejemplo, Aznar hizo rodar la cabeza de su jefe de filas en Cataluña, Aleix Vidal-Quadras, como condición para que Pujol aceptara investirle como Presidente del Gobierno. Ni qué decir tiene que Pujol puso esta condición para quitarse de en medio en Cataluña a un rival político competente. El otrora capitoste nacionalista es un personaje fundamental en la forja del nacionalismo catalán moderno, hasta el punto de que no se puede entender sin él.

Desde la misma redacción de la Constitución con sus ambiguas nacionalidades, pasando por esta bajada de pantalones pepera hasta la claudicación y postración absoluta del traidor Sánchez y su partido ante los separatistas catalanes, para mayor humillación de España, todos han ido haciendo una labor de zapa, palada a palada, hasta llevarnos a esta situación en la que España está cerca de desaparecer formalmente, al menos como ente político. Aunque no conviene engañarse: lo que vemos no son sino los últimos coletazos del pez que agoniza en el fango, pero el lago no se ha secado de repente. Siendo sinceros, España lleva al menos doscientos años intentando autodestruirse; en concreto, desde la entrada de las ideas de la Revolución con la invasión gabacha y el afrancesamiento de nuestras élites. Cuando una parte nada desdeñable del país le dio la espalda a su ser, a su historia y a su identidad empezamos a caer, sin pretender, evidentemente, que hasta entonces todo era perfecto.

Pero demos un pequeño paso atrás y volvamos a Prat de la Riba y esa idea de que, en realidad, España no es una nación —entendida en el sentido moderno, el revolucionario— sino un Estado, es decir, un mero ente administrativo, una «agrupación política» en sus propias palabras. Esta idea es compartida hoy por todas las fuerzas políticas separatistas. Ahora bien, si los primeros nacionalistas, pese a negar a España la condición de nación, cualidad que ellos atribuían a Cataluña, no deseaban la separación sino autonomía política y otra organización territorial —federal—, con la huida hacia adelante del procés se vuelan todos los puentes. Ya hemos señalado a los nacionalistas como enemigos internos, diríase que no sólo de España, sino también de la propia Cataluña o de Vasconia —por los efectos internos de la propia ideología y el actuar de sus políticos—, pero es preciso entender que para que el procés llegara al punto que llegó de declarar la independencia de Cataluña, aunque fuera para suspenderla a los pocos segundos, debían darse una serie de condiciones previas. La primera, la concepción misma de la política por parte de las élites, donde no prima el bien común sino el interés propio. Pero, por encima de cualquier otra, la desaparición de lo que Castellani llama la «idea nacional»: «La causa final de la decadencia [de las naciones] es la ausencia de la “directriz tradicional”, como lo llama Mahieu; o sea, la pérdida o la falta de conciencia, o la indiferencia a lo que vulgarmente llamamos “ideal nacional”. De acuerdo a la natura de dinámica de los organismos nacionales (tan repetidamente recalcada por Mahieu) una nación es como una “empresa”: como diría Saavedra Fajardo; y una empresa cesa de ser cuando no sabe adónde va. Una nación no puede menos que decaer cuando no sabe lo que tiene que hacer en este mundo[22]». Dicho de otro modo: No sabemos adónde vamos y España no tiene prácticamente quien la defienda. Ese, y no otro, es el problema. Si no hubiéramos perdido el norte, no habría nacionalistas vascos, catalanes, gallegos o lo que fuere. Lo que no quita para que definamos a los nacionalistas como lo que son: unos sectarios egoístas, miopes políticamente, incapaces de ver el perjuicio que causan a su propio objeto de adoración, mentirosos, manipuladores, totalitarios, vividores, hipócritas y corruptos. El hecho diferencial no les aparta tanto de un político de Madrid, ¿verdad?

Para acabar de arreglarlo, incluso estos nacionalistas que dicen defender su «nación» son firmes partidarios de la Agenda 2030 y de la ideología progre globalista. O sea, que quieren la secesión para ser, ni más ni menos,  como el resto de España. Un absurdo absoluto. En catalán, eso sí, que al parecer es lo único que les importa. Les da igual ser un desierto moral: lo importante es serlo en catalán. Hemos perdido la perspectiva de lo importante, es evidente.

Por último, hemos de referirnos al constitucionalismo, a la Constitución y, con ella, si quieren, a los constitucionalistas, aunque estamos convencidos de la buena fe de muchos —de la mayoría— de ellos. El constitucionalismo, entendiendo como doctrina política propia de la Revolución, es una estafa intelectual. Es, en primer lugar, la pretensión de establecer un poder sin límites; algunos podrán objetar que, precisamente, será la constitución de turno la que establezca esos límites. Sin embargo, esto es un error, porque esos límites y contrapoderes pueden ser mayores o menores en función de la propia redacción del texto constitucional. En segundo lugar, lleva consigo el concepto de soberanía, es decir, la pretensión de que, en última instancia, no hay poder por encima de la nación; o sea, que la nación, en realidad, no está sujeta ni a la ley de Dios, ni siquiera a la ley natural, y por tanto carece de brújula moral más allá de la propia y personal de las élites promotoras del texto constitucional, con lo cual no tiene por qué estar sujeta ni a verdades ni bienes objetivos, ni siquiera orientada al bien común. Por esa razón tenemos normas y leyes para todo; porque, en ausencia de freno moral, se pierden las nociones de bien y de mal, viéndose afectada la conducta individual y social. Así, se legista para corregir las consecuencias sin comprender por qué se producen. Y en tercer lugar, la historia, al menos la de España, demuestra que el constitucionalismo ha sido del todo ineficaz; desde la Pepa de 1812 hasta la de 1978 llevamos nada más y nada menos que ocho constituciones. Y lo que es peor, está más que claro que, en última instancia, ni siquiera la Constitución es un contrapoder efectivo en defensa de la propia nación. No hace falta sino ver cómo el gobierno de Pedro Sánchez hace, literalmente, lo que le da la gana: los mismos que decían que la amnistía a los separatistas catalanes no cabía en la Constitución dicen ahora que sí. En realidad, ya lo dijo en su día uno de los llamados «padres de la Constitución» de 1978, Gregorio Peces-Barba, discutiendo en el Congreso sobre la redacción del texto: «Desengáñense sus señorías. Todo depende de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación de las leyes. Si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría política proabortista, «todos» permitirá una ley del aborto; y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, «personas» impedirá una ley del aborto». O sea que, al final, se hace lo que le da la gana al poder ejecutivo y sanseacabó. Pues para eso, ustedes nos perdonarán, no hace falta constitución.

Lamentamos la candidez de los que no sólo no alcanzan a ver que la Constitución no puede por sí misma solucionar los problemas de España sino que, peor aún, es responsable de muchos de ellos. Por si fuera poco, los llamados «constitucionalistas» pretenden articular la tan manida unidad nacional alrededor de un texto legal que, obviamente, prácticamente nadie se ha leído. Argumento, además, muy débil frente a los nacionalismos separatistas de carácter etnolingüístico, que apelan a cosas mucho más elementales como la etnia o la lengua y, por tanto, más fáciles de asumir y más capaces de proporcionar un vínculo social, aunque sea superficial.

Pobre España, ¡quién te ha visto y quién te ve! Como se suele decir, entre todos la mataron y ella sola se murió.

3.    POR QUÉ HAY QUE SALVAR ESPAÑA

«El amor sobrenatural a la Iglesia y el amor natural debido a la patria son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, porque la causa y el autor de la Iglesia y de la patria es el mismo Dios».

León XIII, Sapientiae Christianae, 10 de enero de 1890.

Vistos ya los males que sufre España y quién se los inflige, con mejor o peor intención, cabe preguntarse por qué hay que salvarla. ¿Por qué alguien iba a dedicar su tiempo, su esfuerzo, incluso su dinero, a ello? ¿Por qué no seguir la corriente y evitar los problemas? ¿Por qué no, sencillamente, disfrutar de la vida? Total, ¡si son cuatro días!

Bien, primeramente, vamos a decir una perogrullada, una obviedad: porque es nuestra patria. Sí, la nuestra. Nos gustará más o menos, pero es la nuestra. En una sociedad individualista como esta quizá a muchos les cueste entender esto, pero es así. Aquí nadie ha brotado del suelo. Todos nacemos insertos en una comunidad; la patria, por tanto, no se elige sino que nos es dada. «Del mismo modo que necesitamos padre y madre para nacer, no hay hombre que no deba a una patria su primera y fundamental expresión de animal político. De la misma forma que no se eligen los padres, no elegimos nuestra nación», dice Jean Ousset[23]. Estamos aquí porque hemos sido engendrados y nos desenvolvemos en una realidad concreta que lleva en las alforjas una historia previa, una herencia. Y es esta de la herencia sin duda una idea clave. El hombre no es, aunque lo pretenda, autosuficiente. Por tanto, no puede prescindir del caudal acumulado a lo largo de los siglos por las generaciones anteriores a él. Así lo explica Ousset: «”Cada niño que nace es un niño de la edad de piedra”, ha dicho Alfred Zimmern. He aquí lo natural. Y si se nos concede, si a cada hombre se le concede continuamente el no tener que volver a empezar de nuevo, es porque nacemos en el seno de una sociedad homogénea, comunidad viviente que permanece por encima de la sucesión de generaciones y transmite a sus hijos la lección y los progresos de los padres que han muerto». Así, algunos nacionalistas podrán objetar que su patria no es España, sino, por ejemplo, Cataluña. Y a estos se les podría objetar, a su vez, que la interrelación entre Cataluña y el resto de España ha sido tan intensa a lo largo de los siglos como para pretender que no se pueda entender a la propia Cataluña como ente aislado. Del mismo modo, no debemos entender que España no ha interrelacionado con otros países a lo largo de la historia, sería absurdo, pero sí que podemos afirmar que es una realidad política histórica estable desde hace siglos claramente distinta a otras. Por tanto, el ser español supone heredar lo hecho por otros antes que nosotros, para bien o para mal. Así pues, siguiendo con Ousset, «patria quiere decir tierra de los padres. […] porque es la tierra de los padres, comprendemos que la patria es por esencia una tierra humana y, por tanto, algo más que una simple porción de tierra física (…). En otras palabras, no es solamente un suelo desnudo, de selva virgen. Es el suelo sobre el cual los padres han marcado su huella, el suelo que cultivaron, sobre el que han edificado los monumentos, vestigios del pasado. La patria es el suelo de las antiguas batallas. […] Es la tierra de los antepasados, la tierra de los cementerios, la que guarda a los que velaron por el niño, el adolescente y el adulto, e incluso a aquellos a los que uno no ha conocido. […] Es el círculo íntimo, la tierra sagrada del hogar. Es la tierra carnal en la que, literalmente, hemos nacido. Es la carne de nuestra carne, y por eso es lo que pesa y obra tan fuertemente sobre el corazón humano. Es espontáneamente objeto de afecto y de sentimiento. Es la madre, la Madre Patria. También es a menudo más sentida que pensada. Además, la patria no es el resultado de un pacto voluntario». Ahí tenemos la herencia de la que hablábamos. Concluye Ousset: «(…) por extensión, la patria puede ser, en realidad, el patrimonio entero, el conjunto del capital que nos han dejado los antepasados. No sólo la tierra, sino también las iglesias, las catedrales, los palacios y los torreones de que se ha visto cubierta en el curso de las edades. Y todas las otras maravillas de la industria o de las artes, monumentos del pensamiento y del genio. ¡Toda la herencia! Tanto la tierra como los legados materiales, intelectuales, espirituales y morales».

Dicho esto, hay, por supuesto, más motivos para salvar a España. Uno de ellos, y no precisamente menor, es que ha sido y sigue siendo vilipendiada por sus enemigos, mintiendo sin el menor de los escrúpulos e imponiendo una visión histórica antiespañola por ser ésta católica. Hasta tal punto que la propaganda del enemigo acabó por empapar a los propios españoles; no a todos, claro está, pero sí a muchos. El papel de potencia internacional del Imperio español le hizo granjearse, como es lógico, numerosos enemigos. Baste de ejemplo la cita de Miguel de Unamuno que recoge Jesús Laínz[24]: «Esta hostilidad a España arranca del siglo XVI. Desde entonces se nos viene, en una u otra forma, insultando y calumniando. Nuestra historia ha sido sistemáticamente falsificada, sobre todo por protestantes y judíos, pero no sólo por ellos. Sabido es que los historiadores extranjeros, con salvas muy pocas excepciones, como la de Prescott, verbigracia, han mirado a falsear la obra española de la conquista de América, y sólo últimamente se nota alguna reacción hacia la verdad».

Y esto, en parte, es «culpa» de la propia España. Si hacemos caso a Roca Barea, «España no se defendió[25]», y no lo hizo porque tenía cosas más importantes que hacer, además de que ni Inglaterra ni Holanda eran una amenaza real para el Imperio, a criterio de la misma autora. ¿Fue un error? Posiblemente, pero ya da igual. La cuestión, sin embargo, no es sólo que, en su momento, la Monarquía no se defendiera, sino que esta idea de que España es o cuando menos fue un país cruel sigue vigente. La Leyenda Negra no sólo existe, pese a que haya ignorantes o malintencionados que la nieguen, sino que goza de buena salud, aunque es justo reconocer que a nivel académico está superada. No así, lamentablemente, a nivel cultural y popular, y lo que es peor, está más que asumida por una parte muy importante de los propios españoles, principalmente por los progresistas. «La llamada Leyenda Negra, incorporada ahora por los liberales, empezaba a afectar seriamente las percepciones del conjunto de la opinión española sobre el pasado nacional[26]», nos dice un izquierdista como Álvarez Junco. Es inevitable, pues, que esa visión negativa del propio pasado afecte a la percepción que se tiene de la identidad española, produciendo, en los que la tienen, un rechazo más o menos visceral. A nadie le gusta identificarse con los malos.

No hace falta, entendemos, más que citar los mitos que pesan como una losa sobre la imagen negativa de España: la expulsión de los judíos, la conquista de América y el supuesto genocidio de los indios, la Inquisición, la imagen de una España católica oscura, intolerante y cruel, el de nación atrasada… son de sobra conocidos. Sin embargo, ¿responden a la realidad? Tratemos de ser justos y no pasar de la Leyenda Negra a una Leyenda Rosa, y centrémonos sobre todo en la política seguida por el Imperio en América, probablemente el elemento de más peso en esa visión negativa. ¿Hubo abusos por parte de españoles en América? Sí, claro que los hubo. ¿Fue la política de la Corona extractiva, genocida y cruel para con los indios? En absoluto. Esto sí que responde enteramente a la propaganda de nuestros enemigos protestantes. «Los procedimientos propagandísticos son inéditos y enteramente creación de la Reforma. […] La imprenta pone de manifiesto el poder taumatúrgico de las imágenes y Lutero es el primero en comprender que un uso eficaz de este medio es esencial para triunfar. En esto fue un visionario. El uso de las imágenes será decisivo en todos los frentes de propaganda y servirá para levantar el mito de la Inquisición, vincular intolerancia, crueldad y barbarie al nombre de España y, en definitiva, para “crear la imagen” que del mundo hispanocatólico se tiene dentro y fuera del protestantismo[27]», sostiene Roca Barea, opinión compartida por Álvarez Junco: «Lutero, Guillermo de Orange o Cromwell fueron, por encima de cualquier otra cosa, magníficos panfletarios o propagandistas[28]». Total, que en buena medida nos hemos creído las mentiras y/o exageraciones que nuestros enemigos han vertido sobre nosotros.

Sin embargo, la obra histórica de España en América fue gigantesca. Hay numerosa bibliografía al respecto al alcance de cualquiera, y además buena parte de ella escrita por autores hispanoamericanos, por lo que vamos a limitarnos a mencionar, contra la presunción de que España fue a llevarse el oro, simplemente que se fundaron allí escuelas, iglesias, catedrales, universidades, hospitales, industrias, ciudades, se hicieron caminos… ¿Qué decir de las Leyes de Indias o del testamento de Isabel la Católica? ¿Qué decir de la conocida como Controversia de Valladolid? ¿Qué otro país que se haya expansionado se ha preocupado de lo legítimo de su obrar como éste? La que hizo España en América fue monumental, sin exagerar. España no tuvo colonias, sino que se replicó en América: «Porque esta es la característica de la obra de España en América: darse toda, y darlo todo, haciendo sacrificios inmensos que tal vez trunquen en los siglos futuros su propia historia, para que los pueblos aborígenes se den todos y lo den todo a España, resultando de este sacrificio mutuo una España nueva, con la misma alma de la vieja España, pero con distinto sello y matiz en cada una de las grandes demarcaciones territoriales[29]», defiende el Cardenal Gomá. Y, por encima de todo, la evangelizó. Esto, en última instancia, y no otra cosa, es lo fundamental; como dice el Cardenal: «América es la obra de España. Esta obra de España lo es esencialmente de catolicismo. Luego hay relación de igualdad entre hispanidad y catolicismo, y es locura todo intento de hispanización que lo repudie».

De aquí en adelante se puede desmontar cualquier mito antiespañol sin necesidad, insistimos, de caer en la Leyenda Rosa, versión opuesta a la Leyenda Negra que negaría episodios per se condenables. España, a lo largo de su historia, tiene luces y sombras como todo hijo de vecino, y hay que aceptarlo con naturalidad. Aprender de lo uno y de lo otro, para repetir lo bueno y no lo malo.

Sigamos. No se puede entender el mundo tal y como es sin el papel de España. Para empezar, tras una larga ocupación, se expulsó a los musulmanes de Europa. Ya hemos visto el papel que España jugó en América. Hay quien dice que los españoles no fueron los primeros europeos en llegar allí, y es verdad; sin embargo, si fueron los primeros en asentarse allí. Los primeros en llevar su religión, sus instituciones, sus conocimientos; los primeros en volcar allí sus enteras energías; los primeros en plantearse la licitud de la conquista; los primeros en legislar para la protección de los autóctonos; los primeros en mezclar su sangre con ellos; los primeros, ya lo hemos visto, en fundar hospitales, universidades, etc.; los primeros en fundar ciudades tierra adentro, es decir, con intención de quedarse, y no limitarse a las ciudades costeras donde construir puertos para el comercio. Los que nos critican son, justamente, los que más tienen que callar. Los que siempre fueron a nuestra zaga; los que sí aniquilaron a los indios como moscas; los que prohibieron casarse con «razas inferiores»; los que mataron a miles y miles de irlandeses; los que masacraron a los aborígenes en lo que hoy es Australia; los que causaron las Guerras del Opio; los del genocidio de la Vendée; los inventores de la guillotina; los que regaron el suelo germano con la sangre de miles de campesinos en el XVI; los traidores a la Cristiandad que se aliaron con los turcos. ¿Estos son los que nos tienen que dar lecciones? ¿A nosotros? ¡Ni en broma!

No se puede entender Occidente sin la aportación hispana a la ciencia, aunque el mito de la modernidad —el protestante, o sea— haya hecho creer a casi todos que siempre fuimos un país «atrasado». Es, sencillamente, falso. Pintura, filosofía, teología, mística, arquitectura, literatura, música, teatro, medicina. Épica: Lepanto, sin la cual Europa habría corrido, muy probablemente, un funesto destino; los Trece de la Fama; los sitios de Zaragoza y la inmortal Gerona; Bailén, el Bruch; Pavía; María Pita, Blas de Lezo, Requesens, la catalanísima Agustina de Aragón, Agualongo y los pastusos, los Últimos de Filipinas, Bernardo de Gálvez, Hernán Cortés, el Gran Capitán, el Camino Español, nuestros mártires. ¿Tenemos manchas, tenemos sombras? ¡Pues claro, como todo el mundo! Pero también tenemos luces; muchas, muchas luces, tantas como para encumbrar el nombre de España entre los de más alta enjundia, le pese a quien le pese.

Concluimos. Es preciso, justo y necesario salvar España porque los que la odian nos conducen a todos al abismo. Vivimos ya en un estercolero moral donde las ideas de Bien, de Verdad y de Justicia han sido aniquiladas. Vivimos ya en un país que es un desmadre, donde la autoridad ha sido por completo laminada, no existe. Vivimos en un país que premia a los parásitos, los gandules, los trepas y los lameculos. Donde cien mil niños son asesinados en el vientre materno cada año. Donde el Gobierno pacta con terroristas. Donde el Estado está hecho para someter y esquilmar al trabajador y para beneficiar a los poderosos y a la élite política, es decir, donde brilla por su ausencia el bien común y se atiende más bien a los intereses de grupo. Donde se legisla contra la familia. Donde se está produciendo de forma descarada, con el impulso de la élite globalista —pues esto afecta a toda Europa—, una sustitución étnica del europeo autóctono por inmigración africana musulmana, principalmente. Donde se nos dice a los propios españoles, como al resto de europeos, que hemos sido malos, muy malos, y que ahora, de algún modo, debemos compensar esa maldad congénita nuestra a los miembros de unas supuestas «minorías» cuando, en realidad, los que vamos camino de ser una minoría en nuestra propia casa somos nosotros y, además, nosotros no hemos causado ninguno de esos «males». Vivimos en un país, en una cultura, ya, la de la posmodernidad, donde la política ya no es que no sea un servicio al pueblo, sino que la mentira, la demagogia y la manipulación son la forma común y aceptada de ejercerla. Donde nos dicen que las niñas tienen pene y los niños vagina. Donde la juventud, otrora rebelde y combativa, tiene ecoansiedad y come sano para «cuidar» el planeta y llegar a los 90 años en plena forma. Donde hay más perros que niños. Vivimos en la decadencia, en fin, y si bien humanamente este proceso es prácticamente irreversible, nos queda la obligación moral de hacer lo posible para combatirlo, destruirlo, aprovechar lo poco bueno que quede y edificar, de nuevo y sobre sus cenizas, una España cristiana que, sin llegar a ser perfecta —pues la perfección en este mundo es mera utopía—, al menos haga por acercársele. Y no, no es sólo una cuestión de hacer lo que está bien, que también. Es, más humana y primariamente, una cuestión de supervivencia.

4.    CÓMO HAY QUE SALVAR ESPAÑA

«El revolucionario quiere mudar de baraja; el contrarrevolucionario, de juego».

Nicolás Gómez Dávila.

Llegados a este punto, creemos que no se pueden contemplar más que dos opciones para la salvación de España; como máximo, tres. Una sería una mixtura de las otras dos opciones que vamos a contemplar aquí. Y decimos contemplar porque, en realidad, consideramos que sólo existe una opción, como defenderemos. Aun así, es verdad que esta opción es, probablemente, la menos obvia y la más difícil de conseguir. Humanamente, casi imposible. Pero vamos a ello.

Primera opción. La vía nacionalista: «acabar» el nacionalismo español

Como vimos, el nacionalismo es, esencialmente, una ideología; como todas, es un producto de la Revolución. Es decir, es un producto de laboratorio. En concreto, el nacionalismo piensa la nación, la idealiza y, en el que es probablemente su mayor pecado, la sacraliza. El filósofo Fernando Savater sintetizó bastante bien este fenómeno: «El nacionalismo es una inflamación de la nación igual que la apendicitis es una inflamación del apéndice».

Así, el nacionalismo, nacido como tal con la Revolución francesa, considera que a cada nación le corresponde un Estado. Tendrá dos vertientes: una hija de la Ilustración, que atribuye la pertenencia a la comunidad en virtud de un proyecto político determinado, y otra hija del Romanticismo que, a diferencia de la anterior, es de carácter organicista y atribuye la pertenencia a la nación en función de criterios etnolingüísticos. La Francia revolucionaria, por ejemplo, encarnaría a la perfección el primer caso: «La “Nación Francesa”, sujeto moral de la Revolución, era una nación constituida y unificada en virtud de un proyecto político: la liquidación del Antiguo Régimen y la inauguración de un nuevo orden social. Su patrimonio común era un patrimonio político: la libertad, la igualdad y la fraternidad; (…) Esta nación se afirmaba contra los políticamente diferentes, no contra los culturalmente diversos[30]». Por el contrario, el nacionalismo germano, al igual que el catalán, por ejemplo, serían ejemplos del segundo. Por supuesto, puede haber casos de un nacionalismo mixto. Sea como fuere, el nacionalismo sostiene que las naciones son entes primarios, naturales, que a cada nación le corresponde un Estado, como decíamos, y va además asociado indisolublemente a la idea de soberanía.

Pero por mucho que el nacionalismo sea una elaboración doctrinal, tampoco puede sustentarse en el vacío, sino que debe tener una base previa. Así, definir el sujeto del nacionalismo, la nación, ha sido sin duda una de las cuestiones más polémicas y que más discrepancias han supuesto en la filosofía política moderna. Citaremos dos definiciones, por poner unos ejemplos:

  1. La definición clásica de Renan: «Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida».
  2. La de Giuseppe Mazzini: «La asociación de todos los hombre que, agrupados por la lengua, por ciertas condiciones geográficas o por el papel ejercido en la histórica, reconocen un mismo principio y marchan, bajo el impulso de un derecho unificado, a la conquista de un mismo objetivo definido. La patria, es, antes que nada, la consciencia de la patria».

Patria y nación, como vemos, fácilmente se pueden confundir, aunque en sus acepciones clásicas no son lo mismo.

Es momento, pues, de ir al caso concreto del nacionalismo español. En primer lugar, fue éste impulsado por los liberales, es decir, por los propios españoles contrarios a la Tradición, al ser histórico de España. Las nociones modernas de ‘nación’ y de ‘soberanía’ encontraron un fuerte rechazo entre los católicos de toda la vida, aunque inevitablemente, con el tiempo, acabarían penetrando en sus categorías políticas, al menos en algunas capas —sobre todo la nación—. En la mente de estos liberales estaba, por encima de cualquier otra consideración, la intención de «modernizar» España, es decir, el nacionalismo español se hizo contra la España preexistente. En este contexto hizo lo que pudo, pues, por crear la conciencia nacional. Sí, crearla, porque el nacionalismo es una construcción, insistimos. ¿Significa eso que no hubiera una conciencia colectiva previa sobre el hecho de ser español? No, en absoluto: sí que la había. Significa que una categoría política nueva debe esforzarse y trabajar para imponer su visión de las cosas. Como explica el profesor Alfredo Cruz Prados, «(…) la nación de la que habla el nacionalismo no existe realmente. La nación no es una realidad objetiva y previa al nacionalismo, presente y patente para todos —nacionalistas y no nacionalistas—, a partir de la cual puede surgir en unos la actitud nacionalista, y en otros no. (…) En verdad, es el nacionalismo el que precede a la nación y la crea[31]».

El nacionalismo español tuvo que enfrentar, pues, varios problemas: uno, la oposición interna de los partidarios del Antiguo Régimen, que, si bien estaban dispuestos a derramar su sangre por su religión, su rey y su patria, rechazaban las categorías filosóficas que llevaba implícito el nacionalismo; dos, la realidad histórica española, una realidad —sobretodo lingüística y política— heterogénea, fruto de la fragmentación producida tras la invasión islámica y la Reconquista; tres, un desarrollo económico y del sistema educativo deficiente, que «obstaculizó la integración y la formación de la conciencia nacional[32]». Además, coincidió en el tiempo con un periodo de decadencia, de pérdida del Imperio, que concluyó con el batacazo tremendo del Desastre del 98, con todo lo que supuso para la percepción propia, para la misma identidad española. Todo esto haría que acabaran por surgir en la propia España nacionalismos que rivalizaban con el español, los que algunos llaman nacionalismos periféricos. Así las cosas, algunos autores sostienen que el nacionalismo español no acabó su tarea, es decir, no acabó de construir la nación, entendida ésta en su acepción moderna y revolucionaria, insistimos. No les falta razón: el nacionalismo español se quedó a medias.

¿Cuáles son las opciones, pues, del nacionalismo español? Hay que distinguir, en primer lugar, las diferentes corrientes existentes, que sintetizaremos en dos por ser las más obvias y potentes, ver dónde convergen y dónde difieren.

  1. La opción constitucionalista. Es la versión moderada del nacionalismo español, la de los más acomplejados y políticamente correctos. Por ser claros: la del PP y Ciudadanos, aunque estos últimos sean ya prácticamente irrelevantes políticamente. Es un nacionalismo del tipo ilustrado, puramente político, que gira en torno a la Constitución del 78. Son incapaces de ver que ésta es, precisamente, uno de los elementos causantes de la descomposición actual de España. No pasan de la banderitis, de la democracia y del servilismo a Bruselas. De hecho, son siervos de la plutocracia globalista; por tanto, en última instancia harán lo que dicten sus amos. Viven presos en el marco mental progresista, es decir, izquierdista, el de sus supuestos rivales políticos. Acomplejados e incapaces de cualquier iniciativa política que pueda poner en duda su corrección política porque son de centro centrista moderado, por supuesto. Algunos verán aquí acritud: no les decimos que no la haya; pero, en realidad, lo aquí dicho lo es con ánimo descriptivo. Son pusilánimes y cándidos, esa es la realidad, y cuando el PP gobierna no cambia nada sustancial. Con suerte, habrá alguno que cuestione aunque sea alguno de los principios de la Revolución.
  2. La opción «identitaria». Vamos a entrecomillar por la indefinición del término, pero sería, por así decirlo, un nacionalismo español más desacomplejado. O sea, el de Vox, por ser más claros. Con más banderitis que el «constitucionalista» pepero si cabe, tiene al menos la valentía de no andarse con tantos remilgos, y no le importa enfrentarse políticamente a sus rivales ni obra con miedo de salirse, hasta cierto punto, de la corrección política. Sigue, sin embargo, siendo fiel al Régimen del 78 y al Borbón amigo de los masones. Por si fuera poco, filosionista. Rechaza, eso sí, la Agenda 2030, que no es poco. Hay que puntualizar que existen otras corrientes identitarias más «radicales» que repudian la Constitución y a Felipe VI, pero son menores e incluso se encuentran, en algunos casos, integradas en Vox. Podemos encontrar aquí sectores que cuestionen algunos principios de la Revolución, aunque no todos.

Con sus diferencias, que las tienen, en el fondo ambos son hijos de las mismas premisas filosóficas, las de la Modernidad. Por tanto, en sustancia son lo mismo; son diferentes sólo superficialmente, aunque aquí las diferencias sí que pueden ser más manifiestas que entre PP y PSOE.

La cuestión sería, pues, saber si alguno de ellos, o los dos juntos, podría salvar España. Veamos. El PP, por sí solo, lo máximo que podría hacer sería mantener el desorden actual. Es demasiado cobarde y acomplejado como para tomar las medidas necesarias para atajar los problemas que tiene España. Está tan pendiente del qué dirán que les tiene incapacitados. Además, ese nacionalismo cursi y endeble de la Constitución no tiene la fuerza necesaria para atraer prácticamente a nadie, fuera de aquellos bóvidos mansos que aspiran a que no pase nada. Les votan varios millones de ciudadanos, conque hagámonos cargo de la situación general del país.

Vox, por su parte, es percibido por muchos españoles como demasiado radical. Es el ogro ultraderechista. ¿Lo es realmente? No, ni mucho menos, pero da igual porque en este mundo nuestro, lamentablemente, y sobre todo en política, es la percepción la que cuenta. Tiene el mérito de haber roto una cierta barrera consiguiendo una buena representación parlamentaria para un partido constantemente vilipendiado desde los medios de comunicación, que además no puede hacer campaña con normalidad en bastantes lugares de España porque sus actos y sus militantes son atacados. Curiosamente, los mismos que les atacan son los supuestos demócratas, los que dicen tener miedo de «perder derechos» si Vox toca poder. Ahí tienen ustedes la concepción totalitaria de la izquierda: sólo es lícito que gobiernen ellos, los supuestos demócratas pata negra. Vox sí que contempla en su programa algunas acciones que permitirían, al menos en teoría, consolidar un nacionalismo español fuerte y efectivo, como por ejemplo la recuperación por parte del Estado de las competencias en educación o acabar con el Estado de las Autonomías, aunque habría que ver si, llegado el momento, se atreverían a tanto. En cualquier caso, Vox está ahora mismo lejos de estar en posición de llevar a cabo sus políticas.

¿Y la combinación de ambos, PP y Vox? Si contaran con una fuerza parlamentaria suficientemente importante entre ambos, podrían, quizá, llevar a cabo las medidas necesarias para cerrar el círculo del nacionalismo español. Pero el PP, hemos insistido, carece del carácter necesario. ¿Qué medidas serían esas? Para empezar, ilegalizar a los partidos separatistas; es inconcebible que una nación que pretenda sobrevivir albergue en sus instituciones ni más ni menos que a aquellos que pretenden descuartizarla. De forma imperativa, este Estado nacional debería hacerse cargo de la educación, que de ninguna manera puede estar en manos de los separatistas, por razones obvias. El Estado, además, debería tener presencia en lugares de España en los que directamente ha desaparecido. Debería hacerse respetar también ante los países extranjeros, en especial ante los hostiles, como Marruecos. Y debería recuperar la autoridad perdida también interiormente; no sólo a nivel de seguridad, sino también de inmigración; una nación fuerte no puede permitir que su política de inmigración sea determinada desde Bruselas, ni que entren inmigrantes procedentes de cualquier rincón del mundo sin el menor control.

Bien, pues aun en el supuesto caso de que esto fuera posible, y creemos que no lo es, a la larga España seguiría estando perdida. Las resistencias internas que la aplicación de estas medidas tendría serían tan grandes que habría que ver en qué desembocarían. Pero no es sólo eso. Ya dijimos en su momento que el mismo nacionalismo español era uno de los enemigos de España, al menos de la España tradicional, y que éste se intentó forjar precisamente contra ella, que había que «modernizar» España. Por lo tanto, desde el problema no se puede ser solución. No se pueden solucionar los descalabros a los que nos ha llevado el mal llamado progreso desde las premisas filosóficas que los han ocasionado, que son las de la Revolución, las liberales. Éstos jamás entendieron que el factor principal de la unidad de España, lo que hizo que fuera unidad y no unión, fue el catolicismo: lo que se conoce como unidad católica. Sobre su pérdida advirtió Marcelino Menéndez Pelayo: «El día en que acabe de perderse retornaremos al cantonalismo de los arévacos y de los vectones o de los reyes de Taifas». Perdida, pues, y frustrado el proceso de nacionalización, es lógica la situación en la que nos encontramos, y muy difícil acabar ese proceso de nacionalización más de cien años después. No diremos imposible, pero sí muy difícil.

Las premisas filosóficas de las que hablamos, además, igual que permitieron el surgimiento de los nacionalismos, en este caso del español, que es el que nos ocupa, permitieron el de los nacionalismos internos rivales del español. Es preciso reconocer que, si nos atenemos la concepción moderna de la nación, tanto España en su conjunto como algunas de sus partes, por ejemplo Cataluña, tienen elementos como para tener tal consideración. Si no todos, sí algunos. Es lo malo del nacionalismo: que al crear la nación lo hace subjetivamente.

Así las cosas, el nacionalismo español podría, quizá, salvar de su descomposición a la nación española; podría hacer más fuerte, quizá, al Estado; podría mantener, como máximo, pues, la unidad política, y aun así seguiría siendo revolucionario, es decir, moderno —nos condena, en última instancia, a otro totalitarismo, que es a lo que aboca irremediablemente la Modernidad–. Pero mientras no haya unidad espiritual, mientras no haya verdadera comunidad, es decir, comunión entre los propios españoles, lo máximo que se podrá alcanzar es aquello de la conllevancia, pero no la convivencia. Es, en última instancia, una vía muerta.

Segunda vía: la mixta. Colaboración entre nacionalistas semicontrarrevolucionarios y contrarrevolucionarios

Los liberales del siglo XIX español, aun siendo todos revolucionarios, tenían sus diferencias entre ellos. Vendría a ser como las que tienen ahora PP y PSOE, que no son profundas sino superficiales. En realidad, como dijo Balmes, los llamados conservadores no tienen otra función que conservar la Revolución. Por eso, cuando el PP gobierna, en realidad no cambia apenas nada. A veces sucede también, y aquí ya no hablamos de los partidos actuales, que los revolucionarios difieren unos de otros en cuanto a la intensidad con la que deben llevarse a cabo los cambios que defiende la Revolución que, al ser en sí misma un proceso, varían según la época. Correa de Oliveira sostiene —con acierto, creemos— que existen tres clases de revolucionarios:  los de pequeña velocidad, que son los que se dejan arrastrar por la Revolución; los de velocidad lenta pero con “coágulos”, es decir, que rechazan alguno de los elementos revolucionarios, y los semicontrarrevolucionarios, o sea, los que se oponen, ahora ya sí, a los principios de la Revolución, aunque no a todos.

Bien, pues una colaboración o alianza entre estos últimos y los contrarrevolucionarios «puros» parece, ahora mismo, la única opción ya no digamos probable, sino al menos posible, de evitar que lo que queda de Occidente, de Europa, de España, caiga en el abismo más oscuro. Ambos deben entender que, en primera instancia, está en juego la propia supervivencia, no sólo unos principios o una nación. A partir de aquí, sería necesario adoptar una estrategia defensiva común que ponga freno al proceso revolucionario. Si esto se lograra, se llegaría a un momento en que los semicontrarrevolucionarios deberían finalmente tomar una postura clara: o Contrarrevolución o Revolución a medias. O cae el Sistema o no. Y no lo duden, debe caer en todos los órdenes. Por tanto, en todos los órdenes debe ser combatida:

  1. En el teológico: ateísmo, deísmo, panteísmo, gnosticismo, «libertad» religiosa e igualitarismo religioso, sincretismo.
  2. En el filosófico: relativismo, nihilismo, hedonismo.
  3. En el antropológico: antropocentrismo, aunque incluso éste va perdiendo fuerza en favor de los animales y la madre Tierra; transhumanismo.
  4. En el político-ideológico: Secularización e ideologías de la Modernidad, desde el liberalismo a sus derivados más recientes como la ideología de género o el ecologismo; el concepto de libertad liberal —libertad negativa, sin criterio, un mero voluntarismo—; el Estado moderno, el globalismo, el progresismo, el igualitarismo y la democracia, no entendida como modo de elección del gobierno —cosa discutible— sino entronizada como única forma posible y fundamento del Estado.
  5. En el derecho: derecho positivo y negación del derecho natural.
  6. Económico: capitalismo.
  7. Y social: contractualismo, atomización, individualismo, desarraigo.

O sea que, en última instancia, si una colaboración entre revolucionarios de velocidad lenta —muy poco probable— o semicontrarrevolucionarios —más probable— con los contrarrevolucionarios llegara a triunfar y acabara con el globalismo progresista, el peligro más inminente y causante de otros desvaríos y calamidades como la sustitución étnica, debería resolverse la cuestión última de en qué fundamentar el orden resultante: o se consolida la opción nacionalista —semicontrarrevolucionaria— y, por tanto, se permanece en la Revolución, o triunfa la Contrarrevolución y se instaura un orden social cristiano, pero no se puede vivir entre dos aguas, al menos no mucho tiempo. El problema es que a los semicontrarrevolucionarios les disgustan los frutos de la Revolución pero no entienden que son precisamente causados por algunas de sus premisas filosóficas. Lo que toda la vida se ha dicho poner tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias.

Con todo, para que llegase a darse siquiera la opción de que esta alianza pudiera producirse, nos tememos que tendría que producirse primero un periodo de convulsión tal que pusiese a todos aquellos que no han perdido el juicio del todo y que tengan aún instinto de conservación en una situación límite. Parece, por tanto, momento de formarse, de tomar conciencia de la problemática y de prepararse para lo que pueda venir.

Tercera opción: la vía contrarrevolucionaria o tradicional

Aunque venimos hablando prácticamente desde el principio de la Revolución, con mayúscula, hemos preferido esperar a precisar su significado hasta aquí para definir, al tiempo, a su antítesis, la Contrarrevolución. Así, la Revolución es un término más amplio que el aplicado a las revoluciones concretas. Daremos, por tanto, algunas definiciones:

  1. La propia: La Revolución es el proceso de socavamiento, desplazamiento y destrucción de la civilización cristiana con el objetivo último no sólo de apartar al hombre de Dios, sino de sustituirle. Es decir, la Revolución es, primariamente, antropológica, y sólo secundariamente será política, económica y social.
  2. La definición de Albert de Mun: «La revolución es una doctrina que pretende fundar la sociedad en la voluntad del hombre, en lugar de fundarla en la voluntad de Dios[33]».
  3. La definición de Monseñor Gaume: «Soy Dios destronado y el hombre puesto en su lugar (el hombre llegando a ser él mismo su fin). He aquí por qué me llamo Revolución, es decir, trastocamiento…”[34]».

Así pues, resulta fácil definir el término ‘contrarrevolución’: es lo contrario de la Revolución. En palabras de Vallet de Goytisolo, «la contrarrevolución es el principio contrario, es la doctrina que hace apoyar la sociedad en la ley cristiana[35]».

¿Y qué tiene que ver esto con la improbable salvación de España? Mucho, tiene que ver mucho porque, como hemos visto, lo que unió España, por encima de cualquier otra cosa, fue la religión; hablamos, pues, de nuevo, de la unidad católica.

 La historia de España ha corrido, en algunos aspectos, por un camino diferente al de otros países europeos. Si bien todos ellos tienen en su base la religión cristiana, sólo aquí los musulmanes ocuparon el territorio, en mayor o menor medida, por espacio de ocho centurias. Si bien los mahometanos fueron frenados en tierras galas en la batalla de Poitiers, frenados con gran coste por los húngaros en Mohács o derrotados en la mítica batalla de Lepanto —Francia formó alianza con los turcos, que no se olvide—, sólo aquí hubo necesidad de combatirles en suelo propio durante un periodo prolongado, muy prolongado, de tiempo; eso, de alguna manera, debía de influir en nuestro devenir histórico y en nuestra propia configuración interna. España, además y a diferencia de otros, no es un país completamente homogéneo, aunque algunos que presuntamente lo son, no lo son tanto, en realidad. Pero es así: España es lo que un moderno diría un país diverso. Y esto, en sí mismo, no es ni bueno ni malo. Pero lo que es un hecho es que lo que sirvió de amalgama para la unidad política tras la Reconquista fue, sin duda, la religión. «Es, de consiguiente, el Catolicismo, un elemento intrínseco y esencial en la constitución real y legal de la sociedad española; es el fundamento más hondo de nuestra nacionalidad y el eje sobre el que gira nuestra legislación y toda nuestra vida social», dijo Torras i Bages[36], en la misma línea que tantos otros, desde monseñor Zacarías de Vizcarra hasta Ramiro de Maeztu, pasando por Balmes o Vázquez de Mella. Perdido este elemento esencial, pues, no debería sorprenderse nadie de la deriva política de España desde que, en mala hora, entraron las ideas liberales. Dejamos de ser nosotros mismos para fijar nuestra atención en las ideas provenientes de Francia, un enemigo histórico. Sin unidad católica, pues, no habrá unidad en España. Habrá otra cosa, quizá, pero unidad, formando entre todos uno —aun conservando cada uno su propia idiosincrasia—, no. Hacemos nuestras, pues, las palabras de Vázquez de Mella: «Sin la unidad moral en ninguna parte y con la discordia en todas, nación y patria se extinguen. Sólo quedará el nombre aplicado a un pedazo variable del mapa. Unidad de creencias y autoridad inmutable que la custodie, sólo eso constituye nación y enciende patriotismos[37]». La Reconquista, la obra de España en América, la Contrarreforma, Lepanto, la resistencia al francés, la Guerra Realista, los malcontents, las Guerras Carlistas, la guerra del 36… Todo ha girado en torno a lo mismo: «La Religión Católica es, pues, el fundamento, la piedra angular del cimiento de la nación española[38]».

¿Significa esto que sea la Iglesia la que debe ejercer el poder político? No, no es eso; a cada uno lo que le corresponde. Pero sí significa que el espíritu cristiano debe impregnar las instituciones, el derecho, la política, la economía, la comunidad… Debe impregnarlo todo. En palabras de Plinio Correa de Oliveira: «Realmente, el fin de la sociedad y del Estado es la vida virtuosa en común. Ahora bien, las virtudes que el hombre está llamado a practicar son las virtudes cristianas, y de éstas la primera es el amor a Dios. La sociedad y el Estado tienen, pues, un fin sacral[39]». El Estado, aun siendo temporal y no de origen divino, no puede ser ajeno a la religión, a la única verdadera, y debe ayudar a la Iglesia a desarrollar su misión, que es salvar almas. Debe haber una cooperación de los dos poderes, del Trono y del Altar. Tampoco el Estado puede sustentarse sobre sí mismo, como lo pretende ahora; no puede autolegitimarse. La comunidad debe formarse desde abajo hacia arriba, no como se hace en la Modernidad, de arriba abajo —que es sociedad más que comunidad—, y tiene por fin último el bien común. Utópico, pensarán muchos. Lo es, ciertamente. El hombre no es perfecto; por tanto, lograr la perfección en la vida terrena —que es, a su manera, lo que busca el «progreso»— es un imposible. Cayó la Cristiandad, que es lo que más se le acercaba, así que con eso está todo dicho. Pero si no aspiramos a mucho, no llegaremos a nada. Aun así, no debe perderse de vista nunca que, si bien se debe buscar un orden adecuado a la naturaleza del hombre en el plano temporal, el fin último es la eternidad.

Hay un «pequeño» problemilla, claro: que España ya no es católica, y por eso estamos como estamos; el primer paso para establecer un orden social cristiano es, lógicamente, que haya cristianos. En España quedan reminiscencias de catolicismo, ciertamente, de lo que un día fuimos, pero no conviene engañarse. Los que tienen fe son los menos, y los que viven como católicos, los menos de los menos. Por decirlo de otra manera: vivimos en la Revolución. Y no sólo nosotros, sino que esto es extensivo a todo Occidente[40] o, si lo prefieren, a los países que aún son —si es que queda alguno— o fueron en su día cristianos. Por tanto, la suerte de España está ligada indisolublemente a la del resto de Occidente. Si la Revolución no cae, caeremos todos definitivamente. Primera y fundamentalmente, Europa, que pasará del lodazal moral y páramo demográfico blanco que es ahora a tierra conquistada por el islam —con la inestimable colaboración de los progresistas, por supuesto— y a la sustitución étnica. No quieran ni imaginar cómo será el proceso porque no será nada agradable. En otros lugares, donde seguramente el grado de aburguesamiento y de cobardía no sea el de aquí, tienen al menos la esperanza de poder resistir a la fuerza, si fuera preciso. Pero no aquí; no ahora. Las cosas como son: ahora mismo, Europa es el Titanic: se hunde y la orquesta sigue tocando, a nadie parece importarle.

Cabría preguntarse, antes de continuar exponiendo la tesis, cómo hemos llegado a este punto, aunque sea someramente. La respuesta nos la da don Francisco Elías de Tejada (Madrid, 1917-1978), que nos señala las cinco rupturas de la Cristiandad: la religiosa (Lutero), la ética (Maquiavelo), la política (Bodino), la jurídica (Hobbes) y la sociológica (la Paz de Westfalia). Previo a todo esto habría que considerar una ruptura filosófica (Ockham, sobretodo), que es la que acabaría por cambiar la cosmovisión clásica cristiana, como nos enseña el maestro Gambra: «Así, el espíritu crítico y demoledor del nominalismo occamista acaba con la vigencia en aquel siglo [XIV] de la concepción general del Universo que late bajo los grandes sistemas de la Escolástica cristiana, y abre la puerta a una nueva edad del pensamiento —la modernidad— que nos llevará ya de la mano al mundo espiritual en que vivimos[41]». Sí, aunque muchos no lo puedan ni siquiera imaginar, las ideas que cambiaron el mundo y que dieron pie, a la larga, al mundo que nos ha tocado vivir, vienen de mucho tiempo atrás. No se podrían concebir los grandes procesos revolucionarios de los últimos siglos sin un cambio en la visión del cosmos del hombre occidental, o al menos de sus élites. Muertas prácticamente las grandes ideologías del siglo XX, en la posmodernidad nos ha tocado en desgracia soportar la ideología progre, eso que algunos llaman ideología woke; nosotros seguiremos llamándolo progresismo. Más que una ideología —o también, si lo prefieren—, es «una cultura de élites y de activistas que está presente en las principales organizaciones políticas occidentales y en casi todas las instituciones[42]», en palabras de Stanley Payne, que la describe magistralmente: «(…) la nueva doctrina impone un presentismo cuyas normas, por recientes e inciertas que sean, tienen que ser consideradas válidas universalmente y para cualquier época. Su arrogancia y su superioridad moral son totales. En las facultades de historia, el resultado ha sido la imposición de la santísima trinidad de “raza-clase-género”, entendidos como los factores básicos de la opresión y de la ausencia de igualdad. Al ser producto de la “cultura del adversario”, característica de las izquierdas en Occidente durante los últimos cincuenta años, esta doctrina rechaza especialmente la civilización occidental, que ha pasado a ser el enemigo número uno. Y así se configura otro aspecto de esta ideología, el “multiculturalismo”, que no es más que un nuevo oxímoron, ya que cualquier sociedad tiene su propia cultura, pues de lo contrario no sobreviviría como sociedad. El rechazo a los valores de la civilización occidental tradicional provoca una primera contradicción, y es que no aplica los mismos criterios a otras culturas que, al no ser occidentales, se presuponen aliadas. El multiculturalismo se convierte, así, en un aspecto clave para desmontar la cultura occidental, porque no busca imponerse en otras culturas[43]».

Bien, la salvación de Occidente, de los países de herencia cristiana, y con ellos la de España, pasa necesariamente por la caída del progresismo —por ser la ideología dominante— y de su sustento filosófico, y necesariamente por una regeneración moral con la cabeza, los ojos y el corazón puestos en Cristo. Perdonen las mayúsculas, pero NO HAY OTRO CAMINO. O eso o la ideología de turno, que no son más que religiones civiles, de sustitución. Secularización. Elijan ustedes: o Dios o el hombre en el trono, pero ambos no puede ser.

Muchos pensarán que esto es imposible. No les podemos culpar: humanamente, casi lo es, lo sabemos. Otros, la mayoría, rechazarán esta vía y seguirán agarrándose a otra ideología como el que se agarra a un clavo ardiendo, o peor aún, a un partido. De buena fe, muchas personas depositan sus esperanzas en cosas equivocadas. Es una pena. Muchos, percibiendo lo que está mal, no aciertan a ver por qué lo está, y por eso siguen desviando el tiro; es, otra vez, aquello de poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. En cualquier caso, para llevar por la buena senda esta vía, si queremos cambiar la sociedad, el mundo o lo que ustedes quieran, lo primero es cambiar uno mismo, y esto es, sin duda, lo más difícil de todo. Sólo los valientes se salen del redil. Sólo los valientes quieren ser, hoy en día, no la oveja negra, sino la oveja blanca del rebaño. Cuando menos, debemos intentarlo. Probablemente no venceremos. ¿Y qué? El que día en que exhalemos el último suspiro, el Altísimo no nos pedirá cuenta de nuestras victorias sino de nuestras cicatrices. Por no mencionar que detrás nuestro vienen nuestros hijos, a los que les tocará padecer, si Dios no lo remedia, un caos de proporciones inimaginables. Los que prefieren tener mascotas a hijos, tranquilos; esto no va con ustedes: son parte del problema, no de la solución, aunque probablemente les pille por medio. Cosas del «progreso», qué le vamos a hacer. Esto es lo que nos procura como sociedad: esforzarse lo menos posible, evitar los «problemas», entretenimiento banal, coaching, supuestos derechos, viajar, disfrutar, sexo… vivir la vida, lo llaman. ¿No es acaso el progreso la sustitución terrenal de la esperanza cristiana, como sostiene el gran Dalmacio Negro?: «La fe en el progreso del siglo XVIII, una apropiación mundana de la esperanza cristiana atribuyéndole un sentido terrenal colectivo, tuvo suma importancia para la formación de la religión secular y su mito-utopía del hombre nuevo. La idea empezó a pergeñarse en la Ilustración, que se interesó mucho por la perfectibilidad del hombre. […] Lo más importante fue que el progreso sustituyó el interés por la eternidad por el interés en el futuro (…)[44]». ¡Tal cual! Y eso en el XVIII, ahora ya lo ven ustedes mismos.

Es preciso, pues, llevar a cabo la Contrarrevolución, es decir, es necesario recuperar la cosmovisión cristiana tradicional y reinstaurar la Cristiandad: «El ideal de la Contra-Revolución es, pues, restaurar y promover la cultura y la civilización católicas[45]», defiende el citado Correa de Oliveira. Más explícito aún fue Luis María Sandoval: «La Contrarrevolución tiene por ideal y meta la defensa y restauración de la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo[46]». Lo demás son castillos en el aire. Y se hace íntegramente, derrotando a la Revolución enteramente, o no se hace. No se puede evitar el naufragio mientras siga entrando agua, aunque sea poca, porque el barco acabará hundiéndose tarde o temprano. Debe ser derrotada en sus principios; en todos sus principios. La obra es gigantesca, lo sabemos. Si ni siquiera la propia Iglesia, que debiera ser el alma de la Contrarrevolución, es hoy en día contrarrevolucionaria —salvo honrosas excepciones—. La Revolución lo tiene todo a su favor, no conviene engañarse: las élites, el poder, el dinero, los medios de producción, los medios de idiotización de masas, las instituciones, el «arte» y la «cultura», el aborregamiento general, la masa… Pero es el Mal. Es el error. Es la mentira. Es la soberbia. Y por eso debe ser combatida. Ese es nuestro deber, esa es nuestra tarea. Además, la Revolución, precisamente por ser lo que es, está condenada a la albergar en su seno la discordia y la disolución; por eso ha habido, a lo largo de los últimos siglos, tantas revoluciones de signo tan diferente aunque en el fondo tan íntimamente ligadas: porque es incapaz de encontrar verdades, jamás podrá ser estable. Carece de fundamentos sólidos y, necesariamente, sus diferentes órdenes políticos acaban por derrumbarse. «Cuando veáis una sociedad próxima al parecer a disolverse, bien podréis decir que no está Dios en ella, porque Dios lleva consigo la vida y la luz, el orden y la libertad[47]», sostuvo Aparisi Guijarro. No podía tener más razón.

Los revolucionarios con «coágulos» son bastantes; los semicontrarrevolucionarios, pocos; los contrarrevolucionarios, minoría absoluta. Pero es igual. Como dijo san Juan Pablo II, «tenemos que defender la verdad a toda costa, aunque volvamos a ser solamente doce». Sólo hay, pues, un camino a la salvación; a la de España, a la de Occidente, a la de todos nosotros: el camino de la Contrarrevolución.


[1] «Nosotros lo hacemos, la primera cosa por Dios, la segunda por salvar España».

[2] BARRAYCOA, Javier, (2019). ‘Esto no estaba en mi libro de historia del carlismo’, pp. 45-46. Editorial Almuzara.

[3] https://bvpb.mcu.es/es/consulta/registro.do?id=491770

[4] Publicado en dos partes en ‘La Veu de Catalunya’, los días 2 y 12 de febrero de 1899.

[5] «Hoy [Cataluña] es la única esperanza de salvación que le queda [a España]. Si quiere detener la caída, si quiere levantares de esta crisis, debe acudir al ideal, a la fuerza y a las tradiciones de gobierno de la tierra catalana».

[6]Dinámica Social’, nº 68, 1956. Recogido a su vez en CASTELLANI, Leonardo (2010). ‘Pluma en ristre’, p. 105. Madrid. Libros Libres. Edición de Juan Manuel de Prada.

[7] Historiador y catedrático. Redactó el preámbulo de la Ley de Memoria Histórica del año 2007 del gobierno de Zapatero. A modo de ejemplo: «(…) en España el sentimiento de comunidad nacional salió muy debilitado de la dictadura, por la estrecha vinculación entre españolismo y franquismo. Las personas como yo que vivimos intensamente el franquismo seguimos sintiendo escalofríos cuando vemos una muchedumbre de banderas rojigualdas… No sabemos muy bien si es un triunfo deportivo o un golpe de Estado de extrema derecha». https://blogs.elconfidencial.com/espana/matacan/2018-02-05/entrevista-alvarez-junco-noticias-cataluna-virus_1516307/

[8] ÁLVAREZ JUNCO, José (2002). ‘Mater dolorosa’, p. 45 . Taurus. Madrid.

[9] ELÍAS DE TEJADA, Francisco (1954). ‘La monarquía tradicional’, p. 39. Ediciones Rialp. Madrid.

[10] Op. cit., p. 504.

[11] Op. cit., p. 380.

[12] Término inadecuado, sin duda, pero es el utilizado por Álvarez Junco.

[13] A este respecto, se recomienda la obra (en catalán) ‘Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença’, de Joan-Lluís Marfany.

[14] ÁLVAREZ JUNCO, José. Op. cit., p. 366.

[15] https://www.20minutos.es/noticia/5021854/0/solo-el-31-de-los-espanoles-lucharia-por-su-pais-si-se-involucra-en-una-guerra/

[16] https://www.exteriores.gob.es/es/PoliticaExterior/Paginas/Gibraltar.aspx

[17] BARRAYCOA, Javier (1998). ‘La ruptura demográfica’, p. 80. Editorial Balmes.

[18] «La última degradación de un edificio es su conservación para el turista», escribió Nicolás Gómez Dávila.

[19] NEGRO PAVÓN, Dalmacio, 2009. ‘El mito del hombre nuevo’, p. 265. Ediciones Encuentro. El autor define a la de salud como una «bioideología total (…) que busca la salvación en este mundo».

[20] https://gaceta.es/europa/coalicion-bipartidista-en-bruselas-pp-y-psoe-votaron-lo-mismo-casi-el-90-de-las-veces-en-los-ultimos-cinco-anos-20240202-0005/

[21] ‘El que som’ (lo que somos), La Veu de Catalunya, 25 de julio de 1899.

[22] Op. cit., p. 29.

[23] OUSSET, Jean. ‘Patria – Nación – Estado’. Fundación Speiro.

[24] LAÍNZ, Jesús. ‘Escritos reaccionarios’, p. 97. Ediciones Encuentro. Madrid, 2008.

[25] ROCA BAREA, María Elvira. ‘Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español’, 165. Siruela. Madrid, 2016.

[26] Op. cit., p. 405.

[27] Op. cit., p. 179.

[28] Op. cit., p. 309.

[29]Apología de la Hispanidad’. Conferencia pronunciada por el Cardenal Isidro Gomá y Tomás en el Teatro Colón de Buenos Aires en 1934 con motivo de la celebración del Congreso Eucarístico Internacional. Editado por TRADICIÓN VIVA, p. 35. Madrid, 2021.

[30] CRUZ PRADOS, Alfredo. ‘El nacionalismo. Una ideología’, p. 17. Tecnos. Madrid, 2005.

[31] Ibíd., p. 71.

[32] PAYNE, Stanley G. ‘En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras’, p. 120. Espasa. Barcelona, 2017.

[33] Recogida en VALLET DE GOYTISOLO, Juan. ‘Qué somos y cuál es nuestra tarea’. Revista Verbo, nº 151-152, 1977.

[34] Monseñor Gaume, en ‘La Revolution, Recherches historiques’. Recogida en OUSSET, JEAN, ‘Para que él reine’, p. 122. SPEIRO. Madrid, 1961.

[35] VALLET DE GOYTISOLO, Juan. ‘Qué somos…’.

[36] Carta Pastoral ‘Dios y el César’. Recogido en ‘El carlismo y la Unidad Católica’ (www.carlismo.es).

[37] Ibíd.

[38] SENANTE, Manuel. ‘Constante lucha de la verdadera España contra el liberalismo’. Revista Cristiandad, nº 26, abril de 1945.

[39] CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. ‘Revolución y Contra-Revolución’, p. 76. Asociación Editorial Tradicionalista. Madrid, 2023.

[40] Entenderemos por Occidente, por concretar de algún modo, los países que tienen o tuvieron un fundamento cristiano, más que en sentido geográfico.

[41] GAMBRA, Rafael. ‘Historia sencilla de la filosofía’, p. 154. Rialp. Madrid, 1961.

[42] PAYNE, Stanley G. Op. cit., p. 278-279.

[43] PAYNE, Stanley G. Op. cit., p. 281.

[44] NEGRO PAVÓN, Dalmacio, 2009. Op. cit., p. 314.

[45] CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. Op. cit., p. 75.

[46] PINILLA SANDOVAL, Luis María, ’55 tesis sobre la contrarrevolución’. Revista ‘Verbo’, nº 305-306.

[47] APARISI Y GUIJARRO, Antonio. ‘En defensa de la libertad’, p. 60-61. Ediciones San Vicente Ferrer. Cadillac (Francia).


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